miércoles, 27 de noviembre de 2024

La legitimidad o autoridad política: Su contenido y su justificación

 ¿Qué es la obediencia política? ¿Por qué debemos obedecer? Estas son dos preguntas respecto de las cuales desde las teorías y filosofías políticas se ha debatido bastante. Ambas se relación con conceptos como “legitimidad”, “autoridad” y “justificación”.

En lo que sigue procuro ofrecer una explicación descriptiva del concepto de legitimidad y a la vez distinguir esta operación de los discursos de justificación de la legitimidad, en los cuales se adopta una dimensión prescriptiva. Lo primero responde a la naturaleza o al contenido de la obediencia política y lo segundo a las razones por las cuales debería o no obedecerse. 

Para ello resaltaré la idea de obligación política como componente esencial del concepto de legitimidad y la explicación de la primera, desde la óptica del razonamiento práctico, como la realización de acciones en base a razones autoritarias. Posteriormente reflexionaré en torno a los principios de legitimidad de un orden y la justificación de la autoridad política.

Según Pierre Bourdieu la siguiente expresión es atribuida a Austin: “el Presidente de la República es alguien que se toma por el Presidente de la República, pero al que, a diferencia del chiflado que se toma por Napoleón, se le reconoce el derecho a hacerlo”.  En un sentido similar cabría destacar la famosa expresión que Twyn Lannister profirió su nieto, Joffrey, en una de las escenas más memorables de la serie de ficción “Juego de Tronos”: “Si un hombre necesita decir Yo Soy el Rey realmente no es un auténtico Rey”.

Bajo el reconocimiento del “derecho a tomarse como Presidente” o de no necesitar autoproclamarse Rey para ser considerado como tal, se encuentra un trasfondo vinculado a las ideas de legitimidad o de autoridad. En lo que sigue pretendo realizar algunas reflexiones generales al respecto.

Para Max Weber un orden es el contenido de una relación social sólo cuando la acción se guía (en promedio y de manera aproximada) por determinadas máximas . Por tanto, podríamos entender un orden como el resultado de relaciones sociales en la cuales las acciones de los agentes se rigen bajo determinadas regularidades, bajo comportamientos que siguen, en promedio, reglas comunes.

En cambio, Weber sostiene que solo puede hablarse de legitimidad del orden cuando aparte de guiarse por determinadas máximas, estas se consideren como obligatorias para la acción, es decir como vinculantes. En consecuencia, la idea de legitimidad remite necesariamente a una actitud frente al orden. Este debe considerarse obligatorio. Ello a su vez remite a la idea de obligación política . El orden se considera legítimo porque  los agentes se consideran políticamente obligados por este y, en consecuencia, le reconocen autoridad. 

De lo anterior se deriva una distinción necesaria entre eficacia y legitimidad. Mientras que la eficacia de un orden hace referencia al cumplimiento de sus máximas por parte de los agentes participantes de este, la legitimidad requiere no solo de ese cumplimiento, sino también de la consideración de que existe una obligación a cumplir. Un orden puede ser eficaz al asegurarse su cumplimiento mediante amenazas y coacciones físicas o incluso mediante la persuasión, pero no por eso sería considerado legítimo . De hecho, es probable que un orden con estas características termine siendo ineficaz en el mediano o largo plazo precisamente por la ausencia de legitimidad. La eficacia es una condición de legitimidad, pero no la legitimidad misma.

Pasemos a analizar la naturaleza o contenido de la legitimidad o la autoridad política a través del razonamiento práctico. Para que exista legitimidad de un orden la observancia de sus máximas debe estar fundamentada en lo que Andrés Rosler denomina razones autoritarias. Según este autor “los análisis del concepto de autoridad a menudo confunden el origen (cómo se adquiere) y la justificación de la autoridad con la naturaleza o el concepto en sí mismo de autoridad.” Para dilucidar el concepto de autoridad (vinculado por definición al de legitimidad) recurre a una  distinción entre razones de primer orden y razones de segundo orden (para la acción).  

Dentro de las razones de primer orden encontraríamos creencias, deseos, intereses, preferencias, necesidades, y la resolución de conflictos entre tales razones puede ser explicada como comparación sus respectivos pesos en una balanza. Por ejemplo: Prefiero ir  al cine que jugar baloncesto porque el resultado de la actividad me produce mayor satisfacción y placer.

Por su parte, las razones de segundo orden corresponden a otro nivel de nuestras deliberaciones para la acción. Rosler sostiene que, así como reconocemos razones para actuar, también reconocemos razones a favor y en contra de actuar en base dichas razones.

El conflicto entre razones de primer orden y razones de segundo orden no se resuelve mediante un balance del peso relativo, sino mediante una exclusión de las primeras.

Rosler utiliza un ejemplo bastante sencillo para ilustrar la distinción. Imagina un estudiante  al cual un Departamento Académico le exige tomar un curso como parte de los créditos necesarios para finalizar su carrera. Frente a este requerimiento y suponiendo que el estudiante no abandone la carrera, es posible que su actitud caiga bajo una de las siguientes              descripciones:

a) El estudiante toma el curso debido a las consecuencias desagradables que provienen de no hacerlo.

b) El estudiante toma el curso porque está convencido del valor o bondad intrínseco de  este.

c) El estudiante toma el curso porque así se lo requiere el Departamento.

En el caso a) el estudiante acciona sobre la base de la elección de una preferencia: prefiere agotar el curso a sufrir las consecuencias desagradables de no hacerlo. El caso podría extrapolarse al de una persona que se ve obligada a acatar un mandato debido a que se le amenaza con una agresión física en caso de no hacerlo. En un contexto político y a un nivel sistemático, este sería el ejemplo clásico de lo que Gramsci denomina “dominación” o Talcott Parsons “deflación de poder”. Los mandatos se cumplen no porque se considere autoridad a quien los emite (cuyo reconocimiento se ha corroído), sino por miedo a las consecuencias.

En el caso b) el estudiante acciona sobre la base de otra elección de una preferencia: en este  caso se ve persuadido por la bondad del curso y decide tomarlo. Es el caso típico de la persuasión, en el cual el agente acciona en base a la creencia fundada de que al hacerlo se producirá un resultado positivo a su favor. Obviamente, ningún orden político puede sustentarse únicamente mediante el convencimiento persuasivo de cada uno de los mandatos que en este se producen. 

En el último caso, sin embargo, el estudiante no acciona sobre la base de la elección de una preferencia, sino a partir de la exclusión de sus preferencias particulares y en observancia al requerimiento por el hecho del requerimiento mismo. La razón para tomar el curso no es el temor a las consecuencias desagradables ni el convencimiento de su bondad, sino la autoridad misma del requerimiento.

Según Rosler “una persona trata algo como prácticamente autoritativo, es decir como una razón para actuar, si y sólo si lo trata como algo que le da razón suficiente para actuar en conformidad con eso a pesar de que él mismo no puede ver, en ausencia de aquello que está tratando como autoritativo, una buena razón para actuar en sí, o ve alguna razón contraria, o él mismo habría preferido no actuar de tal modo.”  La idea de razón autoritaria se vislumbra en la siguiente cita del Leviathan realizada por Rosler:

“(…) las palabras haz esto no sólo son palabras de quien manda algo, sino también del que da consejo, y del que exhorta. (…) Un mandato es cuando un hombre dice haz esto o no hagas este, sin que hayamos de esperar otra razón además de la voluntad de quien pronuncia estas palabras (…). Un hombre puede estar obligado a hacer lo que se le manda (como cuando ha convenido obedecer), pero no puede estar obligado a hacer lo que se le aconseja.”

En consecuencia, podríamos descriptivamente considerar la “legitimidad” como la cualidad de un orden consistente en su reconocimiento como obligatorio por parte de los agentes sujetos a este. Esa obligatoriedad se expresa en la asunción por parte de los agentes de razones autoritarias para actuar, que excluyen razones de primer orden, como las creencias, deseos, intereses, preferencias o necesidades. Este sería el contenido del concepto de legitimidad, cuestión independiente a la forma en cómo de origina la legitimidad o a las razones que la justifican. 

Las razones por las cuales los agentes deben considerar al orden como obligatorio y, en consecuencia, actúan bajo razones autoritarias, es otra discusión. Aquí no estaríamos problematizando en torno al contenido del concepto de legitimidad, sino a su justificación. Por tanto, se pasa a una perspectiva prescriptiva: ¿Por qué debemos reconocer legitimidad al orden? Es la cuestión de los llamados principios de legitimidad. Por estos entendemos los fundamentos en virtud de los cuales debe reconocerse o no la legitimidad de un determinado orden. 

Los principios de legitimidad pueden servir de fundamento o justificación de un orden, pero también como patrón para la crítica y su reorientación, tal y como sostiene el profesor Javier  García Medina.  Por ejemplo, un principio de legitimidad dinástico puede servir para justifica r   la legitimidad de las reglas de sucesión de una Monarquía Absoluta. En cambio, un principio de legitimidad  basado en el consenso democrático puede servir para el cuestionamiento de la legitimidad de un orden monárquico. El debilitamiento de la legitimidad de un orden suele  producirse por el avance de un principio de legitimidad distinto al que lo fundamenta o por el incumplimiento de los criterios de su propio principio.

En la modernidad surge con fuerza la idea del consenso como principio de legitimidad del Estado. Es la posición de la llamada teoría contractualista, dentro de las cuales pueden ubicarse autores como Hobbes, Locke y Rosseau. De hecho, todavía hoy la ficción del contrato social sigue teniendo una considerable vigencia como principio de legitimidad.

Sin embargo, este principio de legitimidad ha encontrado resistencia en las corrientes utilitaristas ejemplificadas en autores como David Hume o Jeremy Bentham. El primero considera a la solución contractualista como irrealista y además sostiene que aun dándola por  válida un contrato no puede ser el fundamento de nuestra obligación política. Su posición es que la obediencia al poder político se genera por intereses y necesidades de la sociedad humana, es decir, recurre a un principio de utilidad.

Realmente el consenso por sí mismo resulta un criterio insuficiente para justificar la legitimidad de un orden. Habría que identificar razones por las que esa legitimidad y lo que ella implica (la autoridad política) resultan necesarias. En este aspecto algunos de los  contractualistas parten del pesimismo antropológico: el ser humano es malo por naturaleza.   Dejadas las personas a su libre albedrío bajo un estado de naturaleza en el cual no exista autoridad política, el resultado sería la guerra de todos contra todos. Como dijo James Madison: “Si los hombres fueran ángeles, ningún gobierno sería necesario.”

La anterior es la concepción de autoridad que Rosler considera como concepción simple, partiendo de que la necesidad se presenta en términos de un solo factor: los defectos de la naturaleza humana. Por otro lado, considera que existe una concepción compleja que considera que hay varios factores que explican la necesidad de autoridad y, por tanto, su justificación. En esos casos, incluso bajo el supuesto de existencia de seres perfectos, alguna forma de autoridad sería requerida. 

En este punto Rosler pasa a explicar la autoridad como una condición necesaria para  gestionar y solucionar los “problemas de coordinación”. Lo plantearía de la siguiente forma: es necesario determinar cómo gestionar la acción colectiva en la sociedad. Para esto, según Rosler, se podrían elegir dos formas alternativas: 1) La unanimidad; 2) La autoridad. 

La primera es realísticamente impracticable, por lo que solo queda como opción la institución de la autoridad. Es decir que, aun en el mejor de los mundos, dada la complejidad de las relaciones sociales y la necesidad de encauzar la acción colectiva para la solución de problemas, sería necesaria la autoridad política. 

Obviamente lo anterior no quiere decir que el anterior principio de legitimidad deba ser su fundamento exclusivo. Además de la determinación de la necesidad de la autoridad por las razones expuestas, el principio puede ser complementado con otros principios orientados a justificar  el origen de dicha autoridad, y es allí donde lógicamente entra en juego, al menos para los Estados occidentales contemporáneos, la cuestión democrática.


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