miércoles, 27 de noviembre de 2024

La legitimidad o autoridad política: Su contenido y su justificación

 ¿Qué es la obediencia política? ¿Por qué debemos obedecer? Estas son dos preguntas respecto de las cuales desde las teorías y filosofías políticas se ha debatido bastante. Ambas se relación con conceptos como “legitimidad”, “autoridad” y “justificación”.

En lo que sigue procuro ofrecer una explicación descriptiva del concepto de legitimidad y a la vez distinguir esta operación de los discursos de justificación de la legitimidad, en los cuales se adopta una dimensión prescriptiva. Lo primero responde a la naturaleza o al contenido de la obediencia política y lo segundo a las razones por las cuales debería o no obedecerse. 

Para ello resaltaré la idea de obligación política como componente esencial del concepto de legitimidad y la explicación de la primera, desde la óptica del razonamiento práctico, como la realización de acciones en base a razones autoritarias. Posteriormente reflexionaré en torno a los principios de legitimidad de un orden y la justificación de la autoridad política.

Según Pierre Bourdieu la siguiente expresión es atribuida a Austin: “el Presidente de la República es alguien que se toma por el Presidente de la República, pero al que, a diferencia del chiflado que se toma por Napoleón, se le reconoce el derecho a hacerlo”.  En un sentido similar cabría destacar la famosa expresión que Twyn Lannister profirió su nieto, Joffrey, en una de las escenas más memorables de la serie de ficción “Juego de Tronos”: “Si un hombre necesita decir Yo Soy el Rey realmente no es un auténtico Rey”.

Bajo el reconocimiento del “derecho a tomarse como Presidente” o de no necesitar autoproclamarse Rey para ser considerado como tal, se encuentra un trasfondo vinculado a las ideas de legitimidad o de autoridad. En lo que sigue pretendo realizar algunas reflexiones generales al respecto.

Para Max Weber un orden es el contenido de una relación social sólo cuando la acción se guía (en promedio y de manera aproximada) por determinadas máximas . Por tanto, podríamos entender un orden como el resultado de relaciones sociales en la cuales las acciones de los agentes se rigen bajo determinadas regularidades, bajo comportamientos que siguen, en promedio, reglas comunes.

En cambio, Weber sostiene que solo puede hablarse de legitimidad del orden cuando aparte de guiarse por determinadas máximas, estas se consideren como obligatorias para la acción, es decir como vinculantes. En consecuencia, la idea de legitimidad remite necesariamente a una actitud frente al orden. Este debe considerarse obligatorio. Ello a su vez remite a la idea de obligación política . El orden se considera legítimo porque  los agentes se consideran políticamente obligados por este y, en consecuencia, le reconocen autoridad. 

De lo anterior se deriva una distinción necesaria entre eficacia y legitimidad. Mientras que la eficacia de un orden hace referencia al cumplimiento de sus máximas por parte de los agentes participantes de este, la legitimidad requiere no solo de ese cumplimiento, sino también de la consideración de que existe una obligación a cumplir. Un orden puede ser eficaz al asegurarse su cumplimiento mediante amenazas y coacciones físicas o incluso mediante la persuasión, pero no por eso sería considerado legítimo . De hecho, es probable que un orden con estas características termine siendo ineficaz en el mediano o largo plazo precisamente por la ausencia de legitimidad. La eficacia es una condición de legitimidad, pero no la legitimidad misma.

Pasemos a analizar la naturaleza o contenido de la legitimidad o la autoridad política a través del razonamiento práctico. Para que exista legitimidad de un orden la observancia de sus máximas debe estar fundamentada en lo que Andrés Rosler denomina razones autoritarias. Según este autor “los análisis del concepto de autoridad a menudo confunden el origen (cómo se adquiere) y la justificación de la autoridad con la naturaleza o el concepto en sí mismo de autoridad.” Para dilucidar el concepto de autoridad (vinculado por definición al de legitimidad) recurre a una  distinción entre razones de primer orden y razones de segundo orden (para la acción).  

Dentro de las razones de primer orden encontraríamos creencias, deseos, intereses, preferencias, necesidades, y la resolución de conflictos entre tales razones puede ser explicada como comparación sus respectivos pesos en una balanza. Por ejemplo: Prefiero ir  al cine que jugar baloncesto porque el resultado de la actividad me produce mayor satisfacción y placer.

Por su parte, las razones de segundo orden corresponden a otro nivel de nuestras deliberaciones para la acción. Rosler sostiene que, así como reconocemos razones para actuar, también reconocemos razones a favor y en contra de actuar en base dichas razones.

El conflicto entre razones de primer orden y razones de segundo orden no se resuelve mediante un balance del peso relativo, sino mediante una exclusión de las primeras.

Rosler utiliza un ejemplo bastante sencillo para ilustrar la distinción. Imagina un estudiante  al cual un Departamento Académico le exige tomar un curso como parte de los créditos necesarios para finalizar su carrera. Frente a este requerimiento y suponiendo que el estudiante no abandone la carrera, es posible que su actitud caiga bajo una de las siguientes              descripciones:

a) El estudiante toma el curso debido a las consecuencias desagradables que provienen de no hacerlo.

b) El estudiante toma el curso porque está convencido del valor o bondad intrínseco de  este.

c) El estudiante toma el curso porque así se lo requiere el Departamento.

En el caso a) el estudiante acciona sobre la base de la elección de una preferencia: prefiere agotar el curso a sufrir las consecuencias desagradables de no hacerlo. El caso podría extrapolarse al de una persona que se ve obligada a acatar un mandato debido a que se le amenaza con una agresión física en caso de no hacerlo. En un contexto político y a un nivel sistemático, este sería el ejemplo clásico de lo que Gramsci denomina “dominación” o Talcott Parsons “deflación de poder”. Los mandatos se cumplen no porque se considere autoridad a quien los emite (cuyo reconocimiento se ha corroído), sino por miedo a las consecuencias.

En el caso b) el estudiante acciona sobre la base de otra elección de una preferencia: en este  caso se ve persuadido por la bondad del curso y decide tomarlo. Es el caso típico de la persuasión, en el cual el agente acciona en base a la creencia fundada de que al hacerlo se producirá un resultado positivo a su favor. Obviamente, ningún orden político puede sustentarse únicamente mediante el convencimiento persuasivo de cada uno de los mandatos que en este se producen. 

En el último caso, sin embargo, el estudiante no acciona sobre la base de la elección de una preferencia, sino a partir de la exclusión de sus preferencias particulares y en observancia al requerimiento por el hecho del requerimiento mismo. La razón para tomar el curso no es el temor a las consecuencias desagradables ni el convencimiento de su bondad, sino la autoridad misma del requerimiento.

Según Rosler “una persona trata algo como prácticamente autoritativo, es decir como una razón para actuar, si y sólo si lo trata como algo que le da razón suficiente para actuar en conformidad con eso a pesar de que él mismo no puede ver, en ausencia de aquello que está tratando como autoritativo, una buena razón para actuar en sí, o ve alguna razón contraria, o él mismo habría preferido no actuar de tal modo.”  La idea de razón autoritaria se vislumbra en la siguiente cita del Leviathan realizada por Rosler:

“(…) las palabras haz esto no sólo son palabras de quien manda algo, sino también del que da consejo, y del que exhorta. (…) Un mandato es cuando un hombre dice haz esto o no hagas este, sin que hayamos de esperar otra razón además de la voluntad de quien pronuncia estas palabras (…). Un hombre puede estar obligado a hacer lo que se le manda (como cuando ha convenido obedecer), pero no puede estar obligado a hacer lo que se le aconseja.”

En consecuencia, podríamos descriptivamente considerar la “legitimidad” como la cualidad de un orden consistente en su reconocimiento como obligatorio por parte de los agentes sujetos a este. Esa obligatoriedad se expresa en la asunción por parte de los agentes de razones autoritarias para actuar, que excluyen razones de primer orden, como las creencias, deseos, intereses, preferencias o necesidades. Este sería el contenido del concepto de legitimidad, cuestión independiente a la forma en cómo de origina la legitimidad o a las razones que la justifican. 

Las razones por las cuales los agentes deben considerar al orden como obligatorio y, en consecuencia, actúan bajo razones autoritarias, es otra discusión. Aquí no estaríamos problematizando en torno al contenido del concepto de legitimidad, sino a su justificación. Por tanto, se pasa a una perspectiva prescriptiva: ¿Por qué debemos reconocer legitimidad al orden? Es la cuestión de los llamados principios de legitimidad. Por estos entendemos los fundamentos en virtud de los cuales debe reconocerse o no la legitimidad de un determinado orden. 

Los principios de legitimidad pueden servir de fundamento o justificación de un orden, pero también como patrón para la crítica y su reorientación, tal y como sostiene el profesor Javier  García Medina.  Por ejemplo, un principio de legitimidad dinástico puede servir para justifica r   la legitimidad de las reglas de sucesión de una Monarquía Absoluta. En cambio, un principio de legitimidad  basado en el consenso democrático puede servir para el cuestionamiento de la legitimidad de un orden monárquico. El debilitamiento de la legitimidad de un orden suele  producirse por el avance de un principio de legitimidad distinto al que lo fundamenta o por el incumplimiento de los criterios de su propio principio.

En la modernidad surge con fuerza la idea del consenso como principio de legitimidad del Estado. Es la posición de la llamada teoría contractualista, dentro de las cuales pueden ubicarse autores como Hobbes, Locke y Rosseau. De hecho, todavía hoy la ficción del contrato social sigue teniendo una considerable vigencia como principio de legitimidad.

Sin embargo, este principio de legitimidad ha encontrado resistencia en las corrientes utilitaristas ejemplificadas en autores como David Hume o Jeremy Bentham. El primero considera a la solución contractualista como irrealista y además sostiene que aun dándola por  válida un contrato no puede ser el fundamento de nuestra obligación política. Su posición es que la obediencia al poder político se genera por intereses y necesidades de la sociedad humana, es decir, recurre a un principio de utilidad.

Realmente el consenso por sí mismo resulta un criterio insuficiente para justificar la legitimidad de un orden. Habría que identificar razones por las que esa legitimidad y lo que ella implica (la autoridad política) resultan necesarias. En este aspecto algunos de los  contractualistas parten del pesimismo antropológico: el ser humano es malo por naturaleza.   Dejadas las personas a su libre albedrío bajo un estado de naturaleza en el cual no exista autoridad política, el resultado sería la guerra de todos contra todos. Como dijo James Madison: “Si los hombres fueran ángeles, ningún gobierno sería necesario.”

La anterior es la concepción de autoridad que Rosler considera como concepción simple, partiendo de que la necesidad se presenta en términos de un solo factor: los defectos de la naturaleza humana. Por otro lado, considera que existe una concepción compleja que considera que hay varios factores que explican la necesidad de autoridad y, por tanto, su justificación. En esos casos, incluso bajo el supuesto de existencia de seres perfectos, alguna forma de autoridad sería requerida. 

En este punto Rosler pasa a explicar la autoridad como una condición necesaria para  gestionar y solucionar los “problemas de coordinación”. Lo plantearía de la siguiente forma: es necesario determinar cómo gestionar la acción colectiva en la sociedad. Para esto, según Rosler, se podrían elegir dos formas alternativas: 1) La unanimidad; 2) La autoridad. 

La primera es realísticamente impracticable, por lo que solo queda como opción la institución de la autoridad. Es decir que, aun en el mejor de los mundos, dada la complejidad de las relaciones sociales y la necesidad de encauzar la acción colectiva para la solución de problemas, sería necesaria la autoridad política. 

Obviamente lo anterior no quiere decir que el anterior principio de legitimidad deba ser su fundamento exclusivo. Además de la determinación de la necesidad de la autoridad por las razones expuestas, el principio puede ser complementado con otros principios orientados a justificar  el origen de dicha autoridad, y es allí donde lógicamente entra en juego, al menos para los Estados occidentales contemporáneos, la cuestión democrática.


sábado, 18 de noviembre de 2023

La Dignidad como estatus de la Persona

 

I.                    Introducción.

 

En este breve trabajo pretendo explicar el concepto de dignidad como un concepto-estatus que depende necesariamente de la condición de “persona”. Para ello me valdré esencialmente de la aproximación que sobre este realiza Manuel Atienza como término de enlace entre hechos jurídicos o morales y consecuencias del mismo tipo. Este abordaje será vinculado con los argumentos de Jeremy Waldron a favor de considerar a la dignidad como un concepto explicado desde la idea de estatus.

Iniciaré resaltando brevísimamente posiciones en torno a las dificultades para atribuir un significado preciso al concepto de dignidad. Luego pasaré a reseñar la aproximación analítica realizada por Atienza y la posición de Waldron. De ahí pasaré a analizar el concepto de persona como condición de la dignidad, las propias dificultades que este revela y la idea de que está inexorablemente sometido a una constante reconstrucción.

 

II.                 El concepto de dignidad.


La Constitución de la República Dominicana se fundamenta en la dignidad humana, según lo establece su artículo 6. El artículo 38 es más amplio al establecer lo siguiente:

“Artículo 38.- Dignidad humana. El Estado se fundamenta en el respeto a la dignidad de la persona y se organiza para la protección real y efectiva de los derechos fundamentales que le son inherentes. La dignidad del ser humano es sagrada, innata e inviolable; su respeto y protección constituyen una responsabilidad esencial de los poderes públicos.”

La dignidad es considerada como un valor y para muchos autores constituye el fundamento de los derechos.[1] Sin embargo, al momento de intentar precisar el concepto surgen bastantes inconvenientes. Tal y como expresa la profesora Silvina Ribotta, el concepto de dignidad suele presentarse como un concepto “demasiado elástico y sin explicar sus complejidades”[2].

Por las dificultades que conlleva definir la idea de dignidad, bioeticistas como Ruth Macklin sostienen que se trata de un concepto inútil, ya que no significaría más que el respeto por las personas o de su autonomía[3]. Para otros, como Ronald Dworkin, se trata de una idea vaga pero muy poderosa. Una idea necesaria para quien sea que profese “tomarse los derechos en serio” y que reclame al gobierno su respeto.[4]

Roberto Andorno sostiene una postura contraria a la de Ruth Macklin y defiende la utilidad del concepto de dignidad humana. Al respecto, expres que “la idea según la cual los derechos humanos poseen una dignidad intrínseca y, como consecuencia, son titulares de ciertos derechos fundamentales es el pilar en que se apoya todo el sistema internacional de derechos humanos que surgió después de 1945, así como la inmensa mayoría de los sistemas jurídicos nacionales”[5]. Además, el autor adopta cierta postura iusnaturalista al considerar que la validez última de los derechos no está condicionada por su reconocimiento o institucionalización, aunque sí lo esté su eficacia práctica. Para este los sistemas jurídicos presentan la noción de dignidad como la base indispensable para el buen funcionamiento de la sociedad.[6]Evidentemente Andorno parte de una visión propia de la metaética objetivista y contraria al escepticismo. El autor considera que es posible encontrar un fundamento racional a la idea de dignidad.

En cambio, Ricardo Rabinovich-Berkman se pregunta si no será la dignidad una creación cultural y no una cualidad inherente a nuestra especie y sus individuos, “derivada de factores metáfisicos o espirituales, o de un análisis racional, sino simplemente una respuesta surgida en una línea de civilización frente a las preguntas profundas inherentes a la condición de la mujer y el hombre.”[7] Se trata de una posición que comparto y que, tal y como afirma este autor, no le quitaría méritos a la idea de dignidad, sino que, por el contrario, la trataría como “una construcción valiente y maravillosa, erguida con sangre y coraje, sobre el dolor de las lágrimas de millones de congéneres.”[8]

Para aproximarnos analíticamente al significado del concepto que representa esta valiente creación cultural, me parece pertinente reseñar las consideraciones que Manuel Atienza ha realizado sobre el tema del marco ofrecido por Alf Ross. Atienza sostiene que ante la complejidad en el abordaje del concepto dignidad un buen punto de partida sería considerarlo como un término de enlace, de manera similar a lo que el jurista escandinavo llamó conceptos tù-tù, en un ensayo del mismo nombre.[9]

Tù-tù es un ensayo en el que Alf Ross analiza la cuestión de los conceptos jurídicos, tomando como referencia las prácticas de los habitantes de una isla imaginaria en el Pacífico. Ross llega a la conclusión de que los conceptos jurídicos carecen de referencia empírica, aunque resultan ser necesarios por la función sistemática y sintetizadora que cumplen. Los conceptos tú-tú sirven como términos de enlace que conectan hechos jurídicos singulares con consecuencias jurídicas singulares, contribuyendo con ello a la simplificación del ordenamiento.

En el caso de la dignidad humana, Atienza considera que es un concepto que sirve como término de enlace que cumple las siguientes dos funciones:

1)     Decir que alguien –ciertas entidades- posee dignidad y;

2)     Adscribir determinadas consecuencias normativas o valorativas a las entidades que poseen esa propiedad.

Referirse a la dignidad sería entonces una manera abreviada de decir que una entidad posee determinadas propiedades y que, por tal razón, debe tratársele en cierta manera.[10]  

De lo anterior que el concepto conduzca a la necesidad de identificar cuál es la entidad que puede decirse posee dignidad y posteriormente cuáles son las consecuencias normativas o valorativas que se derivan de ello. Considero que por esta entidad debemos considerar a la “persona” y que por las consecuencias el reconocimiento a esta de lo que hoy conocemos como derechos.

Esta aproximación se vincula bastante con la idea de dignidad humana como un concepto-estatus, en distinción a la idea de dignidad humana como un concepto-valor, tal cual y como es desarrollado por Waldron en sus trabajos “Dignity, Rank and Rights” [11] y en el ya citado Is Dignity de Foundation of Human Rigts? Este autor sostiene que en Derecho un estatus es un conjunto particular de derechos, facultades, inhabilidades, deberes, privilegios, inmunidades y responsabilidades vinculadas a una condición[12].  Lo que ha sucedido a partir del fenómeno de universalización de los derechos es que la idea de dignidad ha dejado de estar atribuida de manera diferenciada según condiciones particulares (rango social, por ejemplo), para pasar a estar atribuida a partir de la condición de ser persona. Para Waldron hace mejor sentido considerar a la dignidad como un status normativo y a los derechos como incidentes de ese estatus, que considerarla como el telos de estos.[13]

 

III.               Concepto de persona.

 

Pero ¿bajo cuáles criterios debería considerarse que una entidad cumple la condición que la hace tener dignidad? De manera más precisa: ¿Qué significa ser persona?

Es bastante difícil determinar cuáles son las características que debe poseer una entidad para atribuírsele dignidad, es decir, para ser considerada como persona. Son utilizados desde criterios religiosos, teleológicos o biológicos. Rabinovich-Berkman realiza una distinción entre existencia y vida para procurar un acercamiento a la cuestión.[14]   Para este autor la noción de “vida” quedaría restringida al mero proceso biológico, a un proceso orgánico que el humano comparte con los animales y hasta con las plantas y que no requiere conciencia de sí mismo, contrario a lo que sucedería con la “existencia”. Desde un punto de vista kantiano, en cambio, el elemento distintivo podría ubicarse en la idea de “racionalidad”.

Bajo estas ideas serían consideradas como personas a aquellas entidades que existen, en el sentido filosófico utilizado por Rabinovich-Berkman; o que poseen una racionalidad, en el sentido kantiano. Se trata de las entidades que pueden “autoconstruirse”, es decir, que pueden ordenar sus proyectos de vida y sentirle libres, a pesar de los condicionamientos sociales. Sin embargo, existen entidades que solo tienen la potencia de hacerlo (concebidos no nacidos, bebés, enfermos en coma) o que no tienen dicha posibilidad (una persona anencefálica). Ante esta realidad Rabinovich-Berkman entiende que la alternativa podría ser considerar a una entidad como persona no por sus propias cualidades individuales, sino por su pertenencia a una “especie existencial”, que sería la humana.[15]

Esta conclusión va en un sentido similar a la que se deduce de la advertencia que hace la profesora Silvina Ribotta, cuando expresa “que la especificación de caracteres humanos concretos vinculados a la idea de dignidad humana, nos puede colocar en una peligrosa senda, como señala Campoy Cervera, porque puede justificar negar la condición humana o alejar de la dignidad humana a seres humanos que no tienen o no desarrolla de manera plena o suficiente alguna de esas características entidades como fundantes del concepto de lo humano y de la dignidad humana.”[16]

Pero esta posición puede ser igualmente discutible por entenderse limitada. Si en parte la idea de persona se vincula a la pertenencia a una especie que posee determinadas cualidades, como la inteligencia o determinadas capacidades cognitivas, habría que reflexionar sobre las razones para la exclusión de otros seres vivos que no pertenecen a la especie humana. Esto ha dado lugar a una interesante reflexión en torno al concepto de “personas no humanas”, en el cual se han incluido a especies de animales que poseen una elevada capacidad cognitiva y sensible. Ello implica dejar de considerar a estos animales como objeto del Derecho para considerarlos como sujetos del Derecho; dejar de considerarlos como “cosas” para considerarlos como “personas”. El caso de Sandra la Orangunta en Argentina es un ejemplo interesante de esta discusión.

De lo anterior concluyo en que el concepto de “persona” es un concepto en constante construcción y la historia abona a esta posición. Como consecuencia de ello debe decirse lo propio del concepto-estatus de dignidad. Es difícil encontrar un fundamento objetivo y atemporal que justifique el significado de ambos al margen de las circunstancias históricas concretas.



[1] Una problematización en torno a la idea de la Dignidad Humana como fundamento de los derechos puede encontrarse en Jeremy Waldron, Is Dignity the Foundation of Human Rights? New York University School of Law. Public Law a legal theory research paper series working paper No. 12-73 (January 2013).

[2] Silvina Ribotta, Sobre valores y principios: libertad, igualdad, solidaridad, dignidad y paz. Lección No. 12 Máster Online en Filosofía Jurídica y Política Contemporánea, Universidad Carlos III de Madrid, 21.

[3] Cf. Ruth Macklin, Dignity is a uselles concept. (British Medical Journal: December 2003).

[4] Ronald Dworkin, Los derechos en serio (Barcelona: Ariel, 2012).

[5] Ricardo Andorno, La dignidad humana como principio bio-jurídico y como estándar moral de la relación médico-paciente. Arbor Vol. 195-792 (Abril-Junio, 2019), 4.

[6] Cf. Ibídem, 5.

[8] Ibìdem, pp. 157-158.

[9] Cf. Manuel Atienza, Bioética, Derecho y Argumentación. (Lima: Palestra, 2010), 172.

[10] Cf. Ibidem, 173.

[11] Jeremy Waldron, Dignity, Rank and Rights. The Tanner Lectures on Human Values. University of California, Berkely (April, 2009).

[12] Jeremy Waldron, Is Dignity the Foundation of Human Rights? Op. Cit. 24.

[13] Jeremy Waldron, Dignity, Rank and Rights, Op. Cit., 212.

[14] Ricardo Rabinovich-Berkman, Op. Cit.

[15] Ibídem, 177.

 

La interpretación jurídica: concepciones, teorías y criterios de corrección.

I.                    Introducción.

 

En este breve trabajo realizo un análisis general y descriptivo sobre la interpretación jurídica. En primer lugar, procedo a identificar lo qué puede entenderse como interpretación jurídica y su distinción con otras actividades, especialmente la argumentación. Luego establezco las distintas concepciones que a partir de la comprensión del fenómeno de la interpretación jurídica pudieran sostenerse, así como las características de cada una de esas. Concluyo explicando tres teorías generales de la interpretación y los criterios de corrección que serían aplicables a cada una de estas.

 

II.                 La interpretación jurídica.

 

Bajo una concepción simple, dentro del ámbito jurídico “interpretar” puede ser entendido como atribuir significado a un texto.[1] Ese texto tiene carácter jurídico y constituiría el objeto de la interpretación. Según Juan Antonio García Amado, por tanto, “la interpretación es la actividad que explica, aclara o precisa el contenido de ese mensaje que se contiene en la materia prima del derecho.” Es “la actividad consistente en establecer el concreto y preciso sentido de ese [algo] de que el derecho se compone.”[2]

Sin embargo, la cuestión no resulta ser tan sencilla de abordar. Tal y como sostiene Riccardo Guastini, “en el lenguaje de los juristas la palabra interpretación sufre una múltiple ambigüedad.”[3] La más clara ambigüedad de todas es definitivamente la que deriva de entender la interpretación como actividad/proceso o un resultado/producto. Por tanto, por “interpretación” puede entenderse tanto la actividad o proceso a través del cual se le atribuye un significado a un texto jurídico, como el resultado o producto que se expresa en el significado mismo.

Otra importante distinción que debe realizarse es la de “interpretación” y “argumentación”. Ella radicaría en que mientras la “interpretación” implica atribuir significado a “algo”, en cambio, la “argumentación” supone ofrecer razones a favor de “algo”.[4]

Podemos ilustrarlo mejor con un ejemplo tomado de la Constitución de República Dominicana. Esta expresa en su artículo 18.3 que son dominicanos o dominicanas “las personas nacidas en territorio nacional, con excepción de los hijos e hijas de extranjeros miembros de legaciones diplomáticas y consulares, de extranjeros que se hallen en tránsito o residan ilegalmente en territorio dominicano.” Un operador jurídico podría interpretar esta disposición atribuyendo a la expresión “extranjeros que se hallen en tránsito” el significado siguiente: “extranjero que en ocasión de un viaje haga tránsito en el país con la finalidad de llegar a otro destino.” Este significado sería la “interpretación” de algo, en este caso de una parte de la disposición jurídica citada. En cambio, las razones que el operador jurídico ofrece a favor de dicha “interpretación” constituye una operación propia de la argumentación jurídica.

Precisamente los llamados cánones o técnicas interpretativas, como por ejemplo los métodos lingüístico, teleológico o sistemático, realmente se operativizan como argumentos interpretativos, es decir, como tipos de razones a favor de una determinada interpretación. De ahí que, según el tipo de canon o técnica interpretativa utilizada, pudiésemos hacer referencia a argumentos lingüísticos, teleológicos, sistemáticos, entre otros.[5]

Por último, cabe añadir otra distinción que suele invocarse en este tema: la que supuestamente se produciría entre “interpretación” y “comprensión”. Esta distinción presupone un concepto restringido de “interpretación” según el cual “la atribución de significado se produce exclusivamente en los casos de falta de claridad del lenguaje jurídico mientras que cuando esta no se produce, la labor de la interpretación -como paso previo a la aplicación- no es necesaria.”[6]En consecuencia, en los casos en que la interpretación no sea necesaria por no existir falta de claridad en el lenguaje jurídico, lo que realmente se produciría es una actividad de “comprensión.”

De la anterior distinción se infiere la postura según la cual en el contexto de la aplicación del derecho deben preferirse los argumentos lingüísticos por sobre otro tipo de argumentos interpretativos. Es decir, que contrario a lo que se podría pensar, la distinción no es realmente descriptiva, sino más bien una prescripción a favor de entender la interpretación de una determinada manera (estricta).

Para aquellos que sostienen, en cambio, que la interpretación debe ser entendida en un sentido más amplio, se debe recurrir a ella aun en los casos que parecerían claros desde un punto de vista lingüístico. Es decir, la interpretación tendría un carácter ubicuo en la aplicación del Derecho.

 

III.               Concepciones de la interpretación.

 

Según se entienda la actividad de aplicación del derecho como i) comprensión en todos los casos; ii como interpretación en todos los casos; o iii) como interpretación en unos casos y comprensión en otros, podríamos identificar tres concepciones de la interpretación:

1.       Cognitivista.

2.       Escéptica.

3.       Intermedia o ecléctica.

Según la concepción cognitivista la “interpretación jurídica” sería siempre una actividad cuyo resultado se encuentra completamente predeterminado y que, por tanto, no depende de acto volitivo o decisorio alguno del operador jurídico. Este se limitaría a aprehender el “verdadero significado” que puede inferirse de la disposición objeto de interpretación y, en consecuencia, a aplicarlo al caso concreto.

Existen distintas expresiones de lo que puede considerarse como concepción cognitivista de la interpretación, aun desde escuelas de pensamientos tan distintas como el iuspositivismo y el iusmoralismo. Por ejemplo, la escuela francesa de la exegesis o la jurisprudencia de conceptos alemanas ilustran este tipo de concepción, así como la posterior jurisprudencia de valores alemana o el objetivismo moral de autores como Dworkin con su tesis de la única respuesta correcta.

Por su parte, la concepción escéptica niega que sea posible atribuir a la interpretación un carácter “cognitivo”, ya que dicha actividad supondría siempre algún tipo de discrecionalidad o decisión de parte del operador jurídico. No sería posible, por tanto, concebir la aplicación del derecho como una simple operación de comprensión de su significado. Dentro de esta concepción podemos encontrar la jurisprudencia de intereses alemana, el realismo jurídico estadounidense y escandinavo, y tal vez la que a mi criterio es la escuela que con mayor rigor defiende esta postura: la escuela genovesa o el realismo jurídico genovés.

Por último, según la concepción intermedia o ecléctica el carácter “cognitivo” o “discrecional” de la interpretación dependerá de si en cada caso existe o no indeterminación del derecho. Según se verifique lo anterior, en algunos casos la “interpretación” tendrá un carácter cognitivo o podrá entenderse como simple “comprensión”, mientras que en otros necesariamente el operador jurídico ejercerá algún tipo de discrecionalidad. Dentro de esta concepción podemos ubicar autores como Hans Kelsen, H.L.A. Hart, Genaro Carrió, Juan Antonio García Amado, entre otros.

H.L.A. Hart delimitó estas tres concepciones mediante una metáfora según la cual la concepción cognitivista se correspondería con un “noble sueño” que vería las reglas del derecho como un todo sistemático y predeterminado, mientras que la concepción escéptica se correspondería con una “pesadilla” que vería las reglas del derecho derecho como no vinculantes a los operadores jurídicos, quienes en cambio decidirían discrecionalmente y según determinadas preferencias. La solución a ambos extremos vendría precisamente a ser la concepción intermedia o ecléctica defendida por autores como el propio Hart.

 

IV.               Teorías de la interpretación y criterios de corrección.

 

A partir de las tres concepciones a las que hemos hecho referencia podemos a su vez identificar tres principales teorías de la interpretación jurídica: i) La teoría formalista-legalista; ii) La teoría escéptica-realista; y iii) La teoría intermedia.

Los criterios de corrección de la interpretación dependerán de la teoría de la interpretación que se adopte. Así, tal y como sostiene Manuel Atienza, en la teoría formalista-legalista se aboga por la exclusión de las técnicas que supongan el uso de normas no legisladas y además por priorizar los criterios considerados como lingüísticos o semánticos[7]. Es decir que según la teoría formalista-legalista un resultado interpretativo sustentado en normas no legisladas o en argumentos distintos a los lingüísticos o semánticos, podría ser considerada como una interpretación incorrecta.

Por su parte, en el caso de la teoría escéptica-realista se invita a un uso más amplio de las técnicas interpretativas, por lo que los criterios de corrección no pueden ya reducirse a los criterios formales basados en argumentos lingüísticos o semánticos. Los criterios de corrección pueden incluso expandirse a aspectos extrajurídicos.

La teoría intermedia aboga por priorizar los criterios lingüísticos o semánticos en los casos en la que la claridad y determinación de la disposición así lo permita, mientras que en los casos en los cuales ello no sea posible admite la utilización de otros criterios y de discrecionalidad judicial. Juan Antonio García Amado podría considerarse como un postulante de esta postura. Según el autor, en principio la “interpretación” debe partir de “los mismos patrones lingüísticos que nos permiten en la vida diaria entender perfectamente, como receptores, una emisión lingüística o que nos llevan a dudar del significado exacto de la misma, es decir, desde el conjunto de reglas compartidas que en un determinado momento posibilitan el uso común del lenguaje como medio de entendimiento.” En cambio, “cuando se aprecia que el término o enunciado interpretado, contextualmente, resulta con algún grado de indeterminación, entra en juego el segundo paso, que nos lleva a buscar los indicios y razones que nos permitan decidir cuál de los significados diversos que el término puede tener (caso de ambigüedad) es el pertinente en la ocasión, o si un determinado objeto cae o no bajo la referencia del término o enunciado (casos de vaguedad).”[8] En este último caso sería cuando según García Amado se podría a acudir a argumentos interpretativos distintos a los lingüísticos o semánticos.

 



[1] GUASTINI, Riccardo. INTERPRETACIÓN Y CONSTRUCCIÓN JURÍDICA. Isonomía - Revista de teoría y filosofía del derecho [en línea]. 2015, (43), 12.

[2] GARCIA AMADO, Juan Antonio. LA INTERPRETACION CONSTITUCIONAL. Revista Jurídica de Castilla y León. No. 2 Febrero. 2004, 37.

[3] GUASTINI, Riccardo, Op. Cit.,13.

[4] ATIENZA, Manuel. INTERPRETACION CONSTITUCIONAL. Universidad Libre. Bogotá. 2016, 20.

[5] Para un censo de los principales argumentos interpretativos ver: TARELLO, Giovanni: LA INTERPRETACION DE LA LEY. Palestra Editores. Lima. 2013.

[6] DORADO PORRAS, Javier: INTERPRETACION Y APLICACIÓN. Lección 25 Máster Filosofía Jurídica y Política de la Universidad Carlos III.  

[7] ATIENZA, Manuel, Op. Cit., 9.  

[8] GARCIA AMADO, Juan Antonio, Op. Cit.,57.


La legitimidad o autoridad política: Su contenido y su justificación

 ¿Qué es la obediencia política? ¿Por qué debemos obedecer? Estas son dos preguntas respecto de las cuales desde las teorías y filosofías po...