Frente a la Resolución indicada se han levantado severas críticas, algunas fundadas en la irracionalidad propia de ciertos actores políticos que a la más mínima oportunidad procuran fijar un discurso público en base a prejuicios y discriminación, otras fundadas en argumentos de tipo jurídico que merecen mayor atención para abordar la cuestión. En el presente trabajo pretendo contestar este segundo tipo de críticas.
De manera general, las críticas de tipo jurídico que respecto de la Resolución dictada por la Junta Central Electoral van dirigidas a cuestionar: i) La potestad reglamentaria de la Junta Central Electoral en la materia objeto de la Resolución; ii) El procedimiento agotado por la Junta Central Electoral para dictar la Resolución.
Pero antes de responder a estas críticas resulta preciso poner en contraste lo que entiendo son dos distintas concepciones respecto de la actuación de la Administración y su vinculación con el Derecho. De manera más resumida: la forma en que el principio de legalidad opera en el ámbito de la Administración Pública.
El principio de legalidad es un necesario corolario del concepto más general de Estado de Derecho, el cual procura, como su nombre lo indica, la sujeción del Estado y de la Administración al ordenamiento jurídico. El mecanismo técnico-jurídico en que dicho objetivo del Estado de Derecho se cumple en los países de la tradición de derecho codificado, es a través del principio de legalidad, según el cual, tanto el Estado, la Administración y las personas, con vinculaciones distintas, deben actuar en observancia a lo que el Derecho dispone.
Sin embargo, el principio de legalidad, en principio, fue pensado única y exclusivamente como técnica para asegurar la sujeción de la Administración y las personas a la Ley, entendiendo aquí por Ley a un determinado acto normativo del sistema de fuentes del Derecho, no así al Derecho de manera general. Esta concepción era propia del Estado legicentrista, donde la expresión de la voluntad general encarnada en el producto de los representantes parlamentarios se erigía como un ámbito inmodificable e inquebrantable por órganos distintos al propio parlamento.
Esta concepción cambiaría radicalmente con el paso del Estado Legal de Derecho al Estado Constitucional de Derecho, en el cual la Constitución dejó de verse única y exclusivamente como instrumento político y adquirió reconocimiento normativo. Por tanto, la sujeción al Derecho de la Administración y las personas ya no puede verse únicamente como sujeción a la Ley, sino también, y aún con mayor preeminencia, como sujeción a la Constitución. Por eso, como forma de superar el restrictivo sentido primigenio atribuido al principio de la legalidad, hoy se prefiere hablar de principio de juridicidad, englobando así la sujeción a otros actos normativos distintos a la Ley, entre ellos principalmente la Constitución.
Lo anterior tiene una especial incidencia en la forma en que se ha considerado que la Administración se encuentra vinculada al Derecho.
Existen dos técnicas o modalidades principales de vinculación de la Administración al Derecho: La vinculación negativa y la vinculación positiva. La Administración se vincula negativamente a la Ley cuando la misma queda habilitada para actuar sobre todo aquello a lo que no esté prohibido Por otro lado, la Administración se vincula positivamente a la Ley cuando la misma sólo queda habilitada para actuar única y exclusivamente sobre todo aquello a lo que está expresamente permitida por Ley.
La vinculación negativa es la modalidad en que usualmente las personas se vinculan con la Ley y encuentra su fundamento en el artículo 40.15 de la Constitución. En ocasiones esta modalidad de vinculación es utilizada como la operación de cierre por excelencia para la suplencia de lagunas en el ordenamiento jurídico, ya que todo aquello que no esté expresamente prohibido a las personas estaría permitido.[1]
Esta forma de vinculación predominó en sus inicios en la doctrina alemana, la cual consideraba que ante la ausencia de leyes que delimitasen las potestades de la Administración, se confería a ésta la posibilidad de perseguir sus propios fines.
Por otro lado, tomando las ideas de Kelsen como sustento teórico, el administrativista Merkl puso en marcha la primera reacción sistémica contra la explicación deficiente de la legalidad de la administración.[2] Para Kelsen todo poder proveniente del Estado es necesariamente un poder jurídico, por lo que no puede existir poder que no fuera desarrollo de una atribución normativa precedente.[3] Esto quiere decir que, por el contrario a lo que sucede con la vinculación negativa de las personas, en el caso de la Administración, es el Derecho que condiciona y determina, de manera positiva, la acción administrativa. De allí que se le llame vinculación positiva a esta modalidad de vinculación.
Me parece que no existen dudas de que la Administración se encuentra vinculada positivamente al Derecho. El problema surge cuando esta forma de vinculación es concebida desde el principio de legalidad en sentido estricto, es decir, no como sujeción de la Administración a todo el Derecho, sino como sujeción de la misma a un determinado tipo de acto normativo: La Ley.
Cuando lo anterior sucede la vinculación positiva de la Administración es comprendida en un grado tal, que no existiría actuación conforme a Derecho que no estuviera expresamente prevista y específicamente autorizada en una norma previa de tipo legal. Cada actuación de la Administración, sea cual sea, tendría que tener una cobertura exhaustiva y detallada en la Ley.
Sin embargo, cuando Merkl conceptualizó respecto de la vinculación positiva de la Administración no lo hizo dando importancia al grado de vinculación que la norma atributiva de competencias imponga, sino simplemente a la constatación de que exista una norma atributiva de competencias. Por tanto, la vinculación positiva en Merkl parte de enunciar la existencia de una regla lógica de la que se deriva la necesidad de que toda acción administrativa se encuentre fundamentada en algún precepto legal que permita atribuir dicha acción a la Administración, no así en deducir una exigencia de que la Administración no pueda actuar si no existe una norma que expresa y específicamente autorice cada una de sus actuaciones.[4]La norma atributiva de competencias mínima, según Margarita Baladiez, es que la actuación administrativa tenga como finalidad servir al interés general, al ser esta la función que justifica la propia existencia de la Administración.[5]
Evidentemente, aunque la actuación de la Administración se realice sin que exista un precepto legal que expresa y detalladamente la autorice, la misma no puede, en principio[6], contravenir un precepto que expresamente prohíba la actuación. De lo anterior se sigue que “la Administración puede actuar aunque no exista una norma que expresa y que específicamente la habilite para ello si su actuación persigue una finalidad de interés general y no existe en nuestro ordenamiento ninguna norma que le prohíba realizar esa actividad.”[7]
No obstante lo anterior, sí existen ámbitos o materias en las que la Administración se encuentra vinculada positivamente a tal grado que requiere de habilitaciones legales expresas y detalladas para actuar. Estos ámbitos o materias son previstos por la propia Constitución. Por tanto, para los casos en que la Constitución haya reservado constitucionalmente a la Ley la regulación de ciertos ámbitos o materias, la Administración tiene la obligación de vincularse positivamente a la Ley en sentido estricto.
La otra situación que justifica una vinculación positiva a la Ley en sentido estricto se explica por la posibilidad de que la actuación administrativa interfiera en el ámbito de la libertad de las personas, es decir, cuando dicha actuación limite derechos. En estos casos, siendo la protección de los derechos el principio, y la limitación de los mismos excepciones que deben estar debidamente justificadas, solo en los casos exhaustivamente previstos de manera legal y previa puede la Administración desplegar actuaciones que produzcan limitaciones.
Luego de esta explicación procedo entonces a replicar las críticas de tipo jurídico que se han expuesto en contra de la Resolución No. 03-2017.
- ¿Tenía la JCE potestad para dictar la Resolución No. 03-2017?
Sin embargo, el artículo 212 de la Constitución dominicana establece expresamente que la Junta Central Electoral tiene la facultad reglamentaria en los asuntos de su competencia. A seguida, el párrafo II del mismo artículo establece que serán dependientes de la Junta Central Electoral el Registro Civil y la Cédula de Identidad y Electoral. En conclusión, la Junta Central Electoral tiene facultad reglamentaria respecto de los aspectos concernientes con el Registro Civil, de los cuales el objeto de la Resolución criticada es claramente parte.[8] De esta manera se comprueba que existe una norma general de atribución de competencia en lo que concierne al objeto de la Resolución.
Pero mucho más importante, el artículo 18 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, de la cual somos signatarios, establece lo siguiente:
Toda persona tiene derecho a un nombre propio y a los apellidos de sus padres o al de uno de ellos. La ley reglamentará la forma de asegurar este derecho para todos, mediante nombres supuestos, si fuere necesario.
El derecho al nombre, si bien no se encuentra consagrado expresamente en nuestra Constitución, resulta parte evidente del derecho a la dignidad, al libre desarrollo de la personalidad, a la identidad, al interés superior del niño, entre otros. Todos los derechos de personalidad tienen una clara vinculación con el nombre como identificación de la persona.
Por otro lado, el artículo 2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos establece lo siguiente:
Si el ejercicio de los derechos y libertades mencionados en el artículo 1 no estuviere ya garantizado por disposiciones legislativas o de otro carácter, los Estados Partes se comprometen a adoptar, con arreglo a sus procedimientos constitucionales y a las disposiciones de esta Convención, las medidas legislativas o de otro carácter que fueren necesarias para hacer efectivos tales derechos y libertades.
Evidentemente que ante la ausencia de una regulación legal que previera un procedimiento para garantizar el derecho al nombre a personas sin filiación conocida y declaradas judicialmente en estado de abandono, la satisfacción de ese derecho se ve seriamente limitada y el Estado incumple con la obligación convencional anteriormente citada. Sin embargo, esto no quiere decir que ante la inexistencia de regulación legal el derecho es inexistente o no exigible.
El principio de operatividad de los derechos fundamentales implica que la observancia y aplicación de los mismos no depende de intermediación legal o reglamentaria, aunque una normativa de ejecución garantice una mayor efectividad a éstos. Esta es una de las consecuencias de aceptar a la Constitución como norma jurídica. Para citar un administrativista, Eduardo García de Enterría, “la Constitución se incluye a sí misma en el ordenamiento, con su efecto vinculante, general y directo para ciudadanos, Administración, jueces y Tribunales, sin necesidad de intermediación de las normas jurídicas tradicionales, Ley y Reglamento.”[9]
El autor anteriormente citado reafirma su posición citando al Tribunal Constitucional español, para al cual: “La especial fuerza vinculante directa de los derechos fundamentales no está supeditada a intermediación legal alguna.”[10] Además, según este Tribunal Constitucional y con especial relevancia para el tema del presente trabajo, se ha reconocido eficacia directa a derechos proclamados por la Constitución bajo “reserva de configuración legal” cuando el legislador omite tal regulación.[11]
El criterio jurisprudencial expuesto en el párrafo anterior resulta ser bastante esclarecedor. Si se admite que la fuerza vinculante de los derechos fundamentales no está supeditada a intermediación legal alguna, pues necesariamente debe concluirse en que aún en ausencia de una Ley o Reglamento de ejecución, la Administración pública debe observar y garantizar los mismos. Pero el Tribunal Constitucional español va más allá e incluso sostiene que aún en el caso de derechos proclamados bajo “reserva de configuración legal” –que no es el caso del derecho al nombre, pues este es plenamente operativo-, se reconoce la eficacia de los mismos cuando el legislador ha omitido la regulación –que es lo que precisamente sucede en el caso analizado en este texto-.
Para ser más ejemplificativos con lo dicho anteriormente, de lo que se trata es de que aún en ausencia de Ley y de la propia Resolución que ha sido criticada, la Administración tendría la obligación de garantizar el derecho al nombre. Esto implicaría, incluso, que un Oficial del Estado Civil proceda directamente a atribuir un apellido a una persona que fuera a ser inscrita en el Registro Civil y que no tenga filiación conocida, además de que fuera declarado judicialmente su abandono.
Sostener que la fuerza vinculante directa de los derechos fundamentales no está supeditada a intermediación legal alguna, tiene como clara consecuencia afirmar que la Administración no puede negarse a garantizar la efectividad de los mismos bajo el argumento de que no existe una habilitación legal expresamente detallada para ejercer una actuación de protección. Tan sencillo como eso.
Obviamente, para llegar a una conclusión como la anterior debe entenderse que la vinculación positiva de la Administración no es solo a la Ley en sentido estricto, sino también –y con mucho mayor importancia- a la Constitución y Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos suscritos por el Estado. Es decir que, al garantizar la efectividad de un derecho al margen de habilitaciones legales expresas para actuar, la Administración no contradice el principio de legalidad, sino que se afirma como vinculada positivamente a los derechos fundamentales reconocidos con rango constitucional en el ordenamiento jurídico.
Esta vinculación de la Administración a la Constitución y especialmente a las normas que contienen derechos fundamentales, debe implicar, incluso, la posibilidad de que ésta no aplique preceptos legales que expresa y detalladamente le ordenen actuar de determinada manera, cuando éstos contravengan de manera evidente la Constitución y otras normas de rango constitucional. Es decir, la Administración debería tener la potestad de ejercer una especie de control constitucional difuso respecto de los preceptos legales que está llamada aplicar, cuando estos sean de dudosa constitucionalidad. Obviamente a la mayoría de administrativistas esta idea no le es de agrado y existe mucha controversia doctrinaria al respecto, precisamente por estar afincados en una concepción tradicional de la vinculación de la Administración a la legalidad en sentido estricto.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos, al conceptualizar respecto del ejercicio interno del control de convencionalidad a fin de verificar la compatibilidad de normas domésticas con las disposiciones de la Convención, ha sostenido reiteradamente que dicha obligación ex ofiicio de control corresponde a toda autoridad pública en el marco de sus respectivas competencias generales, no solo a las instancias jurisdiccionales.[12]
Hasta este momento se podría llegar a las siguientes conclusiones:
- La fuerza vinculante directa de los derechos fundamentales no está supeditada a intermediación legal alguna.
- Consecuencia de lo anterior es que la Administración no puede negarse a garantizar la efectividad de los derechos bajo el argumento de que no existe una habilitación legal expresamente detallada para ejercer una actuación de protección.
- Incluso ante intermediación legal que regule un derecho fundamental, la Administración podría no aplicar la misma bajo el entendido de que el precepto sea inconstitucional o inconvencional.
De manera más sencilla y refiriéndonos al caso analizado: Si la Administración tiene la facultad, sin intermediación legal o incluso desaplicando un precepto legal, de dictar un acto administrativo en aplicación directa de la Constitución para garantizar la protección de un derecho, con mucha mayor razón la tiene de dictar en aplicación directa de la Constitución una normativa de ejecución de dicho derecho frente a un vacío legislativo al respecto.
Desde la conceptualización sobre el garantismo y los derechos fundamentales de Luigi Ferrajoli[13], las garantías constitucionales positivas imponen al legislador la obligación de establecer en correspondencia de los derechos una legislación de ejecución. Cuando se encuentran ausentes estas garantías positivas por una omisión legislativa se produce una laguna o un vacío normativo, que es lo que ha sucedido en el presente caso. Podría hablarse hasta de una inconstitucionalidad por omisión, ya que la ausencia de una normativa de ejecución del derecho al nombre afecta seriamente la efectividad del mismo y contradice normas constitucionales y convencionales.
Pues bien, una omisión legislativa no puede constituirse en un impedimento para que la Administración tome las medidas pertinentes para garantizar la efectividad de un derecho fundamental, ya que esta última se encuentra vinculada directamente a la Constitución. Dentro de estas medidas evidentemente se puede encontrar una normativa de ejecución que se constituya en garantía positiva del derecho fundamental, siempre y cuando sea dictada dentro del marco de una competencia general respecto de la materia[14], tal y como ha sucedido con la reglamentación contenida en la Resolución criticada.
El artículo 6 de la Constitución establece el principio de Supremacía Constitucional, según el cual ‘’todas las personas y los órganos que ejercen potestades públicas están sujetos a la Constitución, norma suprema y fundamento del ordenamiento jurídico del Estado’’. En este artículo se hace referencia a los poderes públicos en sentido general, sin determinar la exclusividad de determinados órganos en la observancia y aplicación de la Constitución.
En base a todo anterior, me parece que la vinculación positiva de la Administración en este caso debe entenderse en un sentido amplio, teniendo ello como consecuencia que la cobertura normativa de su actuación no puede explicarse desde la legalidad en sentido estricto, sino desde la observancia a la norma general de atribución de competencia establecida en el artículo 212 de la Constitución y a la normativa constitucional y convencional vinculada con el derecho al nombre de todas las personas.
Sin embargo, algunos sostienen que la vinculación positiva en este caso debe sea pensada de manera estricta, ya que supuestamente la materia regulada forma parte de una reserva de Ley. Al efecto, traen a colación el artículo 74.2 de la Constitución que establece que solo por Ley podrá regularse el ejercicio de los derechos fundamentales.
La garantía de la reserva legal para los derechos fundamentales tiene como objetivo constituirse, conjuntamente con el principio de razonabilidad y el respecto al contenido esencial de los derechos, en un límite a los límites de los derechos fundamentales. Es a partir de este fundamento que debe entender el término “regulación” cuando se emplea en esta garantía constitucional.
A menos que consideremos válido la barbaridad de que existe un derecho a que otras personas no puedan llevar tu mismo apellido, no me parece ni por asomo que la Resolución de la Junta Central Electoral pueda entenderse como un acto normativo que produzca limitaciones a derechos. Se trata, a todas luces, de todo lo contrario: un acto normativo favorable o que otorga beneficios a los destinatarios del mismo.
Toda esta explicación es difícil de digerir si analizamos el tema desde una determinada concepción del Derecho Administrativo. Pero si introducimos todos los aspectos tratados y que tienen vinculación con el Derecho Constitucional, pues resulta clara la posibilidad de actuar en la forma que la Junta Central Electoral lo hizo.
La propia Constitución al incluir en su artículo 74.4 el principio de favorabilidad como parámetro para aplicar e interpretar normas vinculadas con derechos fundamentales, hace saltar gran parte de la concepción tradicional que desde el Derecho Administrativo se tiene del Reglamento. Según este artículo “los poderes públicos interpretan y aplican las normas relativas a los derechos fundamentales y sus garantías, en el sentido más favorable a la persona titular de los mismos.”
La Ley No. 137-11, Orgánica del Tribunal Constitucional y de los Procedimientos Constitucionales explica con mayor nivel de detalle este principio, al establecer en artículo 7.5 lo siguiente:
La Constitución y los derechos fundamentales deben ser interpretados y aplicados de modo que se optimice su máxima efectividad para favorecer al titular del derecho fundamental. Cuando exista conflicto entre normas integrantes del bloque de constitucionalidad, prevalecerá la que sea más favorable al titular del derecho vulnerado. Si una norma infraconstitucional es más favorable para el titular del derecho fundamental que las normas del bloque de constitucionalidad, la primera se aplicará de forma complementaria, de manera tal que se asegure el máximo nivel de protección.
La disposición anteriormente citada expresamente establece que el principio de favorabilidad implica, incluso, que una norma infraconstitucional sea aplicada con preferencia a una norma constitucional cuando la misma sea más favorable al titular del derecho fundamental. De manera lógica podría sostenerse que en base a este principio una norma reglamentaria tiene preferencia de aplicación a una norma legal cuando la primera sea más favorable al titular del derecho. Se trata de una pauta de resolución de antinomias para el caso de normas vinculadas con los derechos fundamentales provenientes de distintas fuentes, que hace totalmente a un lado el tradicional criterio de jerarquía de las fuentes del derecho, bastante arraigado en el Derecho Administrativo al abordar la cuestión del Reglamento.
Bajo el mismo razonamiento, podría sostenerse que una norma reglamentaria de ejecución de un derecho sea más favorable al titular del mismo que la ausencia de una regulación de tipo legal al respecto, por lo que la misma debe entenderse como una aplicación directa de la Constitución y de los derechos fundamentales que optimiza la efectividad de los mismos, en el sentido establecido en el artículo citado.
En base a esta argumentación, el párrafo II, artículo 30 de la Ley No. 107-13, que establece que por razones de jerarquía normativa serán nulas de pleno derecho las normas administrativas que vulneren la Constitución, las Leyes u otras disposiciones administrativas de rango superior, no tiene una aplicación plena y debe ser matizado. Si por vulneración en este caso se va entender una contradicción normativa entre la norma administrativa inferior frente a los actos normativos jerárquicamente superiores, su nulidad solo podría producirse en casos en que esa norma administrativa inferior no represente una protección más efectiva que las normas superiores al titular de un derecho fundamental. Esto si queremos dar aplicación al principio de favorabilidad contenido en la propia Constitución.
¿Cómo explicar, desde el Derecho Administrativo, que pueda existir una disposición reglamentaria contraria a la Ley que posiblemente la habilita, y que a su vez tenga preferencia de aplicación a esta última? Además, ¿cómo explicar, desde esta disciplina jurídica, que puedan existir disposiciones reglamentarias en ejecución directa de la Constitución sin que medie intermediación legal alguna, fuera de los casos en que tradicionalmente se admiten los “reglamentos independientes”?
Entiendo que éstas son preguntas respecto de las cuales en el Derecho Administrativo no se ha debatido lo suficiente. De ahí que surjan tantas contradicciones al analizar un Reglamento como el de la JCE desde las caracterizaciones típicas del reglamento ejecutivo, independiente o autónomo. Pero lo cierto es que la conjunción del principio de operatividad de los derechos fundamentales con el principio de favorabilidad, abren la clara posibilidad de que la Administración, en aplicación directa de la Constitución y procurando una optimización de los derechos, tome medidas como la de la Resolución No. 03-2017.
- ¿Debe ser declarada nula la Resolución de la JCE por no observar el procedimiento para el dictado de Reglamentos?
En resumen, el artículo 31 de la Ley No. 107-13 establece unos principios de procedimiento para la elaboración de reglamentos, dentro de los cuales se encuentra el derecho de audiencia a los ciudadanos potencialmente afectados y el derecho de participación del público, con independencia de que sea directamente afectado o no. El párrafo II, artículo 30 de la Ley, establece que incurrirán en nulidad de pleno derecho las normas administrativas dictadas sin observar estos principios, por lo que la Resolución de la JCE, al no satisfacer los mismos, sería considerada nula.
Mi opinión particular es que el debido proceso administrativo, en principio, forma parte del derecho a la buena administración. Considero también que los principios anteriormente indicados deben ser observados para evitar que la Administración produzca reglamentaciones sin tomar en cuenta los intereses de los ciudadanos potencialmente afectados. Además, me resulta atractiva la idea de que el debido proceso administrativo no solo procura tomar en cuenta los intereses de los potenciales afectados, sino también garantizar la participación de la ciudadanía para lograr decisiones mejor informadas y más acertadas.
El Tribunal Constitucional, sin embargo, ha sostenido que el procedimiento de consulta pública en el dictado de normas de la Administración solo es constitucionalmente requerido cuando se puedan producir afectaciones, supresiones o menoscabo del derecho de los destinatarios de la norma.[15] Se trata de un criterio que no comparto, puesto que reduce la audiencia de los ciudadanos al caso en que sus derechos puedan verse potencialmente afectados, cuando la participación ciudadana en el procedimiento administrativo también implica contribuir al acierto de la decisión administrativa.
A partir de este criterio del Tribunal Constitucional se ha replicado a la crítica de violación al procedimiento sosteniendo que al no afectar derechos de los destinatarios, no era necesario agotar el derecho de audiencia y la participación previa de la ciudadanía en la elaboración de la Resolución de la JCE. Pero a esta réplica se ha contestado sosteniendo que si bien el Tribunal Constitucional, erradamente, sentó el criterio citado, ello fue en el sentido de considerar que las consultas previas no acarreaban la inconstitucionalidad de la norma en estos casos, pero se mantiene la ilegalidad de la misma. Es decir, se trataría de una cuestión de ilegalidad[16] y, por tanto, sujeta a control legal por la jurisdicción contenciosa-administrativa.
Otra de las réplicas que se han expuesto frente a la crítica analizada en este apartado, consiste en considerar la Resolución de la JCE como un Reglamento ad intra de organización interna dirigida a los funcionarios encargados de aplicar la normativa concerniente al Registro Civil. Bajo esta idea, como la Resolución no regularía situaciones externas a la JCE, la misma no tendría que ser objeto del procedimiento de consulta requerido para el dictado de otro tipo de Reglamentos.
Me parece que la anterior posición, aunque bastante ingeniosa, resulta ser poco sustentable. Al analizar la Resolución de la JCE se hace evidente que la misma aborda situaciones externas y tiene un carácter innovativo, por lo que no puede considerarse como un Reglamento interno de organización.
En cambio, considero que la mejor réplica a la crítica de la inobservancia del procedimiento administrativo se encuentra, tal y como traté al hablar de la potestad, en la aplicación del principio de operatividad de los derechos fundamentales y el principio de favorabilidad.
Si como se ha afirmado, los derechos son plenamente operativos y su aplicación inmediata no requiere de intermediación legal o reglamentaria alguna, mal podría requerirse que una actuación de la Administración tendente a optimizar la protección de los derechos frente a una situación de facto que resta efectividad a los mismos, tenga que agotar el procedimiento establecido en la Ley. Se trata de una situación excepcional justificada en la aplicación inmediata de la Constitución y la operatividad de los derechos, en virtud de la cual la Administración debe actuar con rapidez inmediata para garantizar la efectividad de dichos derechos.
Analicemos la situación fáctica que se presenta en el caso que hemos estado analizando. Personas que no pueden ver satisfecho efectivamente su derecho al nombre por la ausencia de una normativa de ejecución del mismo. Según declaraciones del propio Presidente de la JCE, la mayoría de estas personas son mayores, es decir que aún contando con la edad mínima legal que les confiere capacidad para ejercer un sinnúmero de derechos y contraer obligaciones, esto no lo pueden hacer efectivamente por no contar con un apellido. Son personas sometidas, en gran parte, a una muerte civil.
El cuadro fáctico anterior revela una vulneración latente y actual de diversos derechos fundamentales, tales como el derecho a la dignidad, a la identidad y al libre desarrollo de la personalidad. La satisfacción de estos derechos, mediante el dictado de normativa de ejecución que haga verdaderamente efectivos a los mismos, debe tener un carácter inmediato. Lo contrario sería considerar que los derechos no son plenamente operativos y que están sujetos a las regulaciones legales y reglamentarias, y al cumplimiento de los procedimientos previstos para el dictado de ambas.
Si bien la normativa que regula el procedimiento de dictado de Reglamentos no prevé situaciones frente a las cuales pueden producirse excepciones a los principios que aplican al mismo, lo anterior es una consecuencia lógica de la vinculación directa de la Administración a la Constitución y su obligación inmediata y no sujeta a intermediación alguna de garantizar la efectividad de los derechos.
La Ley No. 107-13 se encuentra altamente influenciada por el Derecho Administrativo español. En España, el artículo 133 de la Ley de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas prevé la obligación de garantizar la participación de los ciudadanos en el procedimiento de elaboración de Reglamentos. Sin embargo, en dicho artículo se prevé como causal para prescindir de los trámites de consulta, el hecho de que concurran razones graves de interés público que lo justifiquen.
Bajo esta precisión que certeramente hace la normativa que influencia las regulaciones dominicanas en la materia, resulta bastante claro que la situación de facto de personas que no pueden ver garantizados derechos fundamentales vinculados con su personalidad, por ausencia de una normativa de ejecución que haga efectivo su derecho al nombre, constituye una razón gravísima de interés público que justifica una actuación inmediata de la Administración y, consecuentemente, prescindir excepcionalmente del procedimiento previsto en la Ley. Aunque la normativa dominicana no establezca esta posibilidad expresamente, me parece una consecuencia lógica de los principios constitucionales que he citado y, además, de la aplicación de diversos principios administrativos incluidos en la propia Ley No. 107-13.
....
Estas fueron solo algunas ideas para aportar al debate sobre el tema. Me parece, sin embargo, que la discusión de tipo jurídico que trae a escena el mismo puede ser extrapolable a otras muchas situaciones vinculadas con la Administración en su obligación de garantizar la efectividad de los derechos fundamentales.
[1] Evidentemente que esta pauta de cierre no siempre opera y la ausencia de legislación expresa que regulen conductas no siempre implica que las mismas estén permitidas.
[2] Citado en GARCIA DE ENTERRIA, Eduardo y RAMON FERNANDEZ, Tomás: Curso de Derecho Administrativo. Tomo I. Primera edición peruana, Lima, 2011, p. 475.
[3] Idem.
[4] BELADIEZ ROJO, Margarita: La vinculación de la administración al derecho. Revista de Administración Pública, Núm. 153. Septiembre-diciembre 2000.
[5] Idem.
[6] Digo en principio ya que en caso de que dicha prohibición de carácter legal contravenga la Constitución, la Administración debería estar en potestad de no observarla.
[7] Idem.
[8] Como aclaración, aunque la JCE se refiera al acto dictado como Resolución, este es verdaderamente un Reglamento, ya tiene un carácter normativo y alcance general.
[9] GARCIA DE ENTERRIA, Eduardo y RAMON FERNANDEZ, Tomás: Op. Cit. p. 111.
[10] Sentencia constitucional de fecha 14 de octubre del año 1988.
[11] Sentencia constitucional d fecha 31 de enero del año 1994.
[12] Ver Caso de personas dominicanas haitianas expulsadas Vs. República Dominicana. Sentencia de 28 de agosto de 2014.
[13] FERRAJOLI, Luigi. Las garantías constitucionales de los derechos fundamentales. DOXA, Cuadernos de Filosofía del Derecho, 29, 2006.
[14] Lo que queremos decir con esto es que, evidentemente, un órgano cuya competencia no esté vinculada con el derecho en cuestión, no podría dictar una normativa de ejecución del mismo. Por ejemplo, el Instituto Nacional de la Vivienda, no podría dictar una normativa de ejecución para garantizar el derecho al nombre, puesto que esta entidad no tienen competencias respecto del Registro Civil.
[15] Sentencia TC/0201/13.
[16] Ver artículo del profesor Manuel Fermín: https://acento.com.do/2018/opinion/8523331-la-junta-central-electoral-la-omision-del-procedimiento-consulta-publica-i/
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