lunes, 28 de noviembre de 2022

Deportaciones y arbitrariedad estatal

 

Ha sido harto anunciado que el Gobierno de la República Dominicana dará inicio a un proceso de deportaciones de inmigrantes en “situación irregular”, terminando así con la especie de amnistía que había dado –por lo menos formalmente-, en ocasión del proceso de regularización de extranjeros. En una reciente declaración pública el Ministerio de Interior y Policía expresó que ya las deportaciones quedaban en manos del Presidente y de la Dirección General de Migración.

Sin negar la facultad del Estado dominicano para ejercer las medidas migratorias de lugar –posición a la que comúnmente los “nacionalistas” quieren llevar los argumentos que les adversan-, a muchas personas, incluyéndome, les da bastante preocupación el desarrollo de las deportaciones, especialmente por la experiencia histórica que en ese sentido tenemos en el país e incluso por la amplia discrecionalidad que la falta de una verdadera regulación garantista permite al Estado.

La Ley General de Migración es sumamente escueta en lo que respecta a las regulaciones concernientes a la deportación. El artículo 121 de dicha Ley se limita a establecer los casos en que el Director General de Migración puede ordenar la deportación, mientras que los artículos 124 y 125 se limitan a establecer medidas consecuentes con el proceso, como el retiro de la documentación, si correspondiere, y la información a los organismos de seguridad del Estado, la Junta Central Electoral, el Ministerio de Relaciones Exteriores y las embajadas y consulados acreditados en el exterior. Por su parte, el artículo 137 establece la obligación de motivación de la deportación y de informar al afectado sobre los recursos frente a la misma.

El Reglamento de Aplicación de la Ley General de Migración, sin dejar de ser bastante escueto, abunda un poco más en lo concerniente a la deportación. El artículo 129 considera a la deportación un acto administrativo, lo que de por sí ya la condiciona a cumplir con las condiciones de validez que la Ley sobre los Derechos de las Personas en sus Relaciones con la Administración y Procedimiento establece para este tipo de actos. El artículo 131 prevé la declaración de “ilegalidad” como paso previo a la deportación, y la obligación de la autoridad migratoria, una vez comprobada dicha “ilegalidad”, de llenar un formulario con los datos e informaciones que hayan sido posibles obtener, haciendo constar los motivos de la deportación de extranjeros. Todo parece indicar que éste formulario constituye, según la normativa reglamentaria vigente, el acto administrativo de deportación.

El artículo 132 establece que todo extranjero es pasible de deportación automática en todos los casos previstos en el ya citado artículo 121 de la Ley General de Migración, de los cuales puede resaltarse el ingreso “clandestino” al país –todos sabemos que realmente no es así- y la permanencia una vez vencido el plazo de permanencia autorizada. El artículo 133 establece la obligación de investigación de extranjeros sobre los cuales existan informes de un estado de irregularidad, cuestión  que lógicamente debe ser previa a la declaración de “ilegalidad” prevista en el artículo 131.

Por último, los artículos 134 y 135 establecen la figura de la detención como privación de libertad del extranjero por parte de la autoridad migratoria. Dicha detención amerita una orden previa, es de última ratio –procede solamente ante la insuficiencia de otro recursos-, no puede ser utilizada en casos de menores de edad, mujeres embarazadas o lactantes, envejecientes y solicitantes de asilo, además de que al tener su fundamento en supuestas violaciones de normas de carácter administrativo, no puede asimilarse a una detención de tipo penal.

Definitivamente el estado actual de las deportaciones en la República Dominicana presenta serios problemas, tanto a nivel normativo como en la práctica.

En primer lugar, si bien la Ley General de Migración y su Reglamento de Aplicación establecen disposiciones regulatorias del proceso de deportación, no lo hacen con un nivel de detalle tal que permita garantizar un proceso que verdaderamente funja como contención al poder coercitivo del Estado,que en esta materia limita seriamente derechos fundamentales como la libertad, la libertad de tránsito, la integridad física, la dignidad humana, entre otros. El amplio campo de discrecionalidad que la ausencia de regulación da al Estado permite un accionar arbitrario , ya que no obstante se impone el debido proceso y la protección de los derechos fundamentales de los posibles afectados, no existe una concretización adecuada de dichas normas constitucionales a nivel legal y reglamentario. Al día de hoy el Estado ni siquiera cuenta con un protocolo oficial que delimite los mecanismos a seguir para garantizar la excepcionalidad de la detención, su no utilización contra las personas previstas en el Reglamento, la individualización de cada caso investigado, las condiciones mínimas de la detención y los lugares destinados para ello, etc.

Con relación a la detención en el marco de un proceso migratorio, la Comisión Interamericana de Derecho Humanos ha expresado lo siguiente: [l]os fundamentos y procedimientos por los cuales se priva de la libertad a los extranjeros deben definir detalladamente las razones para tal acción y el Estado debe asumir siempre la carga de justificar la detención. Más aún, las autoridades deben tener un margen muy estrecho y limitado de discrecionalidad y deben existir garantías para la revisión de la detención, como mínimo a intervalos razonables.”[1]

En el caso dominicano, la normativa ni siquiera establece un plazo máximo para la detención migratoria. Según la ONU la detención migratoria puede devenir en arbitraria “cuando la ley no establezca un plazo máximo de duración, el cual en ningún caso podrá ser indefinido, o cuando tiene una duración excesiva.”[2] Y es que la finalidad de la detención migratoria, al igual que las medidas cautelares o de coerción en materia penal, es de carácter eminentemente procesal, ya sea para garantizar la presencia de la persona durante el proceso o garantizar la ejecución de una orden de deportación una vez agotadas las vías recursivas. Por ello, al igual que estas medidas de carácter procesal penal, tiene una naturaleza eminentemente excepcional, siendo la temporalidad una de las formas en que esa excepcionalidad se concretiza.

La situación en el plano fáctico es aun más desoladora. El Estado dominicano históricamente ha vulnerado las propias disposiciones establecidas para regular el proceso de deportación. El catálogo de violaciones va desde volarse el paso previo de la declaración de “ilegalidad”, ni siquiera emitir el acto administrativo de deportación, por vía de consecuencia no reflejar motivación alguna y mucho menos informar al afectado sobre las vías impugnatorias a la deportación, hasta proceder a detenciones y deportaciones colectivas.

En el caso Nadege Dorzema y otros vs. República Dominicana, la Corte Interamericana de Derechos Humanos constató este tipo de violaciones por parte del Estado dominicano, afectando a un grupo de personas inmigrantes que habían ingresado al país en forma irregular, entre ellas: 1) No información sobre las razones y motivos de la detención, 2) No comunicación de cargo alguno en su contra, 3) No intención de ser presentados ante un Juez u otro funcionario autorizado, 4) Expulsión expedita y colectiva del territorio dominicano, y, por vía de consecuencia, 5) La imposibilidad de ejercer recurso alguno a los fines de tutelar la legalidad de la detención.

Los recientes anuncios de las autoridades dominicanas de la realización de operativos de deportaciones, revelan en sí mismo el hecho de que no realizarán indagaciones o investigaciones previas algunas, de acuerdo a lo establecido por el artículo 133 del Reglamento, sino las mismas prácticas tradicionales de detener a personas bajo supuestos discriminatorios orientados a fenotipos estereotipados. Esto, obviamente, sin una orden de detención previa.

Bajo este mecanismo se hace imposible garantizar la excepcionalidad de la detención prevista en Reglamento: la regla será la detención, concentración y aglomeración, y después, si acaso, procederán con una depuración individual.

La Comisión Interamericana de Derecho Humanos ha considerado que la utilización generalizada de la detención migratoria en algunos Estados –en el caso dominicano es evidente- responde a un enfoque orientado a la criminalización de la inmigración[3]. No me cabe duda que en el país históricamente se ha considerado y tratado como criminales a los inmigrantes haitianos que han estado sujetos a “procesos” de deportaciones. Esto es a lo que a las autoridades y a algunas personas que profesan el falso patriotismo les molesta que se diga.

 

 



[1] CIDH, Informe sobre Terrorismo y Derechos Humanos. 22 de octubre de 2002, párr. 379.

[2] Naciones Unidas, Grupo de Trabajo sobre la Detención Arbitraria, Informe del Grupo, Anexo II, Deliberación n° 5: Situación relativa a los inmigrantes o a los solicitantes de asilo, 1999, E/CN.4/2000/4, Principio 7.  Citado en CIDH, Derechos Humanos de los migrantes y otras personas en el contexto de la movilidad humana en México. 30 de diciembre de 2013, párr. 444.

[3] Ibidem, párr. 416.

domingo, 24 de julio de 2022

REFLEXIONES SOBRE LA EXTINCION DE DOMINIO (1)

 

Ø  Planteamiento de la cuestión y metodología.

El Congreso Nacional se encuentra próximo a la aprobación de una legislación de extinción de dominio. Desde períodos constitucionales anteriores se venían discutiendo proyectos sobre la cuestión e incluso algunos habían sido aprobados en el Senado. Esas discusiones pasaron prácticamente inadvertidas, lo que contrasta con la gran atención y debate público que se ha suscitado en esta ocasión. Ello puede deberse a diversas razones que no vale la pena reseñar. Mi intención simplemente es la de incorporarme al debate y aportar argumentos sobre los aspectos controversiales de este instrumento.

Preciso la metodología que de manera general utilizaré. Iniciaré desarrollando un marco teórico y conceptual sobre el tema y desde ese marco luego me aproximaré a los aspectos controversiales de la iniciativa legistiva. A lo primero dedicaré varios artículos, de diversa extensión y no sujetos a una periodicidad en su publicación. Simplemente iré desarrollando las ideas en la medida que el tiempo me lo permita. Para lo segundo tomaré como referencia los principales argumentos que se han repetido en artículos de opinión, intervenciones televisivas y radiales y, por qué no, redes sociales.

Advierto que todo lo que exponga sobre el tema lo haré a título exclusivamente personal.

Ø  ¿Qué es la Extinción de Dominio?

Iniciemos por lo fundamental: explicar qué es la Extinción de Dominio. Para ello prescindiré de definiciones funcionalistas que tienden a dar explicaciones a partir de la función o utilidad del instrumento, desde una perspectiva de políticas del Estado contra la criminalidad. Esto lo abordaré en otro momento. Me interesa más ofrecer una definición positiva.

De lo que se trata es de profundizar en lo que suele llamarse “la naturaleza jurídica” de la extinción de dominio. Esta es una empresa que en todo caso solo puede considerarse aproximativa o plausible, por los obstáculos que existen en las operaciones a través de las cuales se descubren las supuestas “naturalezas jurídicas” de los institutos establecidos por el Derecho. Se trata de un problema que hace décadas Eugenio Bulygin resaltó en su trabajo “La naturaleza jurídica de la Letra de Cambio.”

De hecho, estoy convencido que buena parte de las controversias que se han presentado con relación a aspectos de la iniciativa se vinculan a la forma dogmática bajo la cual operan los juristas cuando estudian institutos jurídicos. Tal y como señala Genaro Carrió en la presentación del trabajo citado, al preguntarse sobre la naturaleza jurídica de un instituto cualquiera lo que los juristas persiguen es “una justificación única para la solución de todos casos que, ya en forma clara, ya en forma imprecisa, caen bajo un determinado conjunto de reglas.” Y a seguidas indica como uno de los factores que incentivan esa actitud de los juristas: “el deseo de emparentar a instituciones de aparición reciente con otras de linaje ilustre, atenuando así el choque de novedad mediante su absorción por un mundo familiar de ideas ya elaborados.”

Avanzaré en el tema tomando en cuenta la advertencia de Carrió, aunque consciente de que no me libraré del “sesgo del oficio”.  Considero que previo a definir la extinción de dominio es necesario definir un concepto más general: decomiso. Para simplificación me guiaré por la definición que ofrecen tres instrumentos internacionales suscritos y ratificados por el Estado dominicano y a partir de ellos iré agregando complejidad. Estos son la Convención de las Naciones Unidas contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Psicotrópicas del año 1988, La Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional del año 2000 y la Convención Internacional contra la Corrupción del año 2003.

Estos instrumentos definen al decomiso como la privación con carácter definitivo de bienes por orden de un tribunal o autoridad competente”. Podemos complejizar esta definición y adoptar la siguiente: privación definitiva de un bien derivada de su vinculación con un hecho ilícito.[1] O de manera más exhaustiva decir que se trata de: la privación de un bien derivada de su vinculación con un hecho o una actividad ilícita, ya sea por su origen o destinación, y que supone el traspaso a favor del Estado sin contraprestación o compensación alguna.

La privación del bien sin contraprestación o compensación alguna introduce una distinción fundamental entre el decomiso y la expropiación, pues en la segunda la privación del bien supone necesariamente de una indemnización a favor de su propietario. Lo que justifica esta distinción en cuanto a las consecuencias es la ilicitud del bien por haberse originado de hechos o actividades ilícitas o de haberse destinado a su comisión.

Partiendo del tipo de vinculación entre el bien y el ilícito los instrumentos internacionales introducen la siguiente clasificación. Se trata de una clasificación general en base al criterio indicado que en todo caso admite matices a su interior:

1.       Decomiso de los bienes producto del ilícito. Es decir, aquellos que se originaron directa o indirectamente como consecuencia del ilícito.

2.       Decomiso de los bienes instrumentos del ilícito. Es decir, aquellos que fueron destinados a utilizarse en la comisión el ilícito.

Hasta aquí todo claro. La discusión empieza cuando se hace necesario reflexionar sobre la “naturaleza jurídica” del decomiso. Es decir, cuando se trata de precisar su naturaleza como consecuencia jurídica: ¿Pena? ¿Consecuencia accesoria? ¿Medida de reparación?

En este artículo me limitaré a ofrecer mis consideraciones sobre el decomiso de los bienes producto del ilícito. Para otras entregas abordaré el caso del decomiso de los bienes instrumentos del ilícito.

Algunas legislaciones han históricamente configurado el decomiso como una pena accesoria. Desde esta perspectiva la declaratoria de responsabilidad penal constituye un requisito o presupuesto sine que non para la aplicación de este. Es la configuración que se infiere, por ejemplo, de las disposiciones de nuestro Código Penal o de los artículos 24 y siguientes de nuestra normativa contra el lavado de activos. A este tipo de decomiso se le suele denominar “decomiso tradicional”.[2]

A juicio de Margarita Roig, esta configuración tradicional del decomiso como pena sigue anclada a principios como los de culpabilidad o personalidad, lo cual genera limitaciones por hacer imprescindible la declaración de responsabilidad penal del titular de los bienes para poder acordar el decomiso.[3]Probablemente por razones como esta, y otras más sustantivas, a nivel comparado se inició un proceso gradual de reconfiguración legislativa del instituto de decomiso. Varios países, dentro de ellos España, pasaron a considerar al decomiso como una consecuencia accesoria distinta a la de una pena o una medida de seguridad. El fundamento de este, por tanto, deja de residir en la culpabilidad o en la peligrosidad, y con ello se abre la puerta para el decomiso de bienes de personas no imputables o terceros ajenos a un proceso penal.[4] De manera más precisa: la declaratoria previa de una responsabilidad penal deja de constituir un presupuesto necesario para la aplicación del decomiso.

Algunos de los artículos que en la discusión dominicana se han publicado y que revelan una confusión entre hecho o actividad ilícita y delito (que implica el elemento culpable), incurren en una incomprensión de esta configuración autónoma del decomiso. Esto ha llevado a sus autores a considerar como una violación a la presunción de inocencia que en un procedimiento de extinción de dominio pueda comprobarse la existencia un hecho ilícito al margen de una declaración de culpabilidad del responsable en un proceso penal. Pero ya habrá tiempo para estas polémicas concretas.

A nivel internacional el punto cúlmine del proceso de reconfiguración del decomiso lo es probablemente la Convención Internacional contra la Corrupción del año 2003 o simplemente “Convención de Mérida.” El artículo 54, literal c) de este instrumento, establece que cada Estado Parte considerará la posibilidad de adoptar las medidas que sean necesarias para permitir el decomiso de bienes sin que medie una condena, en casos en que el delincuente no pueda ser enjuiciado por motivo de fallecimiento, fuga o ausencia, o en otros casos apropiados (lo cual abre campo para la configuración legislativa más allá de los tres supuestos iniciales, contrario a lo que algunos han sostenido).[5]

Este tipo de decomiso que prescinde de la necesidad de una declaratoria previa de responsabilidad penal para su procedencia suele denominarse como “decomiso autónomo”. El adjetivo precisamente hace referencia a la posibilidad de su imposición con independencia de una declaratoria de responsabilidad penal, como en cambio es requerido en el “decomiso  tradicional”. El “decomiso autónomo” se vincula al concepto de “decomiso sin condena” y este a su vez se ha expresado de diversas formas, tales como “decomiso civil”, “decomiso in rem”, “decomiso objetivo” o “extinción de dominio”.

Ya puedo ir adelantando parte de mi posición: La “extinción de dominio”, en esencia, no es más que el nomen iuris con que las legislaciones latinoamericanas han incorporado el “decomiso autónomo” o “decomiso sin condena”. De ahí que resulta redundante hacer referencia a “extinción de dominio para el decomiso civil de bienes ilícitos”, tal y como lo hacían algunos de los proyectos que cursaron por el Congreso Nacional. Tanto la “extinción de dominio” como el “decomiso civil’ son nomenclaturas que en esencia se refieren a la modalidad de “decomiso sin condena.”

Las distinciones que pudieran ser relevantes entre la “extinción de dominio” y otras expresiones de “decomiso sin condena”, operan principalmente respecto del procedimiento y los supuestos que lo habilitan, no en sí del instituto. Esto más allá de que para algunos hay distinciones en los fundamentos, entendidos como las razones que justifican su reconocimiento jurídico y aplicación. [6] Sin embargo, desde una definición positiva el instituto es esencialmente el mismo.

La utilización de la expresión se debe indudablemente a la influencia colombiana. En 1936 este país adoptó una legislación sobre régimen de tierras en la cual se reconoció al Estado una potestad extinguir el dominio sobre predios rurales que no fuesen destinados a formas positivas de explotación económica. Es una potestad similar a la que en el Derecho Romano tenían los censores para intervenir en la enajenación de la posesión sobre tierras incultas o deficientemente cultivadas. El fundamento de esta reside en la sujeción de la propiedad privada al cumplimiento de una función social. De ahí que, al considerarse a determinadas conductas como usos no sociales de la propiedad, se estableciera como legítima su extinción a favor del Estado, bajo un fundamento distinto al de la expropiación, pues en esta última la conducta del afectado no se considera contraria al régimen constitucional y legal de propiedad.

De esta figura que forma parte de la legislación histórica de Colombia y que había estado esencialmente circunscrita al ámbito agrario, toma la Constitución de 1991 el nombre al establecer en el párrafo del artículo 34 lo siguiente: “(…) por sentencia judicial, se declarará extinguido el dominio sobre los bienes adquiridos mediante el enriquecimiento ilícito, en perjuicio del tesoro público o con grave deterioro de la moral social.” Por ello que el régimen de extinción de dominio en Colombia tiende a fundamentarse en el aseguramiento de la función social de la propiedad.

Conocer la tradición en que se “monta” la extinción de dominio en Colombia es importantísimo para distinguir fundamentos y determinar qué es y qué no es extrapolable a nuestro país. El fundamento amplio al que hemos hecho referencia puede justificarse a partir de la formulación de la disposición constitucional citada, que no limita la extinción de dominio a supuestos de bienes obtenidos mediante enriquecimiento ilícito sino también a aquellos obtenidos “con grave deterioro de la moral social”. En el caso dominicano, en cambio, el numeral 5) del artículo 51 de la Constitución limita la posibilidad de decomiso (y la extinción de dominio es una forma de “decomiso sin condena”) a la vinculación por origen o destino de los bienes con conductas previstas en ilícitos penales. [7] Además, las formas en que se ha desarrollado el alcance de la función social de la propiedad en uno y otro país son distintas.

En todo caso, la cuestión es que en Colombia surge la expresión “extinción de dominio” asociada al instituto del “decomiso sin condena”. En 1996 este país aprueba la primera legislación en materia de extinción de dominio. A partir de esta experiencia la utilización de la expresión se extiende a diversos países de América Latina, convirtiéndose en la forma regional con la que se hace referencia a un tipo de “decomiso sin condena”. Tal y como señala Ana del Terso, los países de esta región la utilizan ya que está más extendida esta denominación que la de decomiso sin condena, (…) siguiendo el ejemplo de países como Colombia, primer país en aprobar una Ley de Extinción de Dominio.”[8]

Hasta ahora la aproximación que he hecho al concepto de extinción de dominio y su naturaleza jurídica como instituto ha estado esencialmente fundamentada en un análisis comparado e histórico-jurídico. No quiero quedarme en él. Entiendo importante ofrecer argumentos sustantivos que no dependan de “contingencias legislativas” de otros países o del reconocimiento positivo en instrumentos internacionales. En lo que sigue trataré de justificar porque la extinción de dominio (o decomiso) de los bienes originados ilícitamente no puede considerarse una pena y cuáles serían, en cambio, los institutos más próximos a su naturaleza. Esta no es una precisión baladí, pues de ella depende la aproximación que se haga sobre algunos de los aspectos más controversiales que han estado en el ojo público.  

En su Teoría Pura del Derecho Kelsen realiza una distinción fundamental entre el enfoque de las ciencias naturales y el Derecho. Mientras las primeras se enfocan en la determinación de relaciones causales, el segundo se enfoca en la determinación de relaciones de imputación. En las relaciones causales la condición es una causa y la consecuencia es su efecto por razones de necesidad. En cambio, en las relaciones de imputación la consecuencia que deriva de la condición es imputada a esta mediante un acto normativo (de voluntad humana). Es decir, “un acto ilícito es seguido de una sanción porque una norma creada por un acto jurídico prescribe o autoriza la aplicación de una sanción cuando se ha cometido un acto ilícito.” [9]

Mantendré la importancia de la relación de imputación, pero no compartiré el significado que Kelsen atribuye al concepto de sanción. Haré uso del significado utilizado por Eduardo García Maynes. Este autor distingue la sanción de los actos coacción. [10] La diferencia estriba en que mientras la primera es la consecuencia normativa imputada a una condición, los segundos serían la aplicación forzada de esa consecuencia. Por tanto, cuando un juez condena mediante sentencia al pago de lo debido, aplica una sanción. La ejecución mediante el embargo de bienes sería el acto de coacción mediante el cual se aplica forzosamente la sanción. Como se notará, este significado de sanción tiene un amplio alcance, próximo al concepto general de “consecuencia jurídica”[11].

El juicio hipotético mediante el cual opera una relación de imputación entre un supuesto y una consecuencia puede ser formulado de la siguiente forma: “Si la condición A se realiza, la consecuencia B debe producirse.” Aplicado a una situación concreta:

Ø  “Si un bien se origina de hechos ilícitos, debe declararse su extinción de dominio a favor del Estado.”

Podríamos precisar mejor el juicio al complejizar la condición:

Ø  “Si un bien se origina de hechos ilícitos y se demuestra la ausencia de buena fe de su titular, debe declararse la extinción de dominio a favor del Estado.”

La condición a la cual se imputa una sanción consiste en una actuación ilícita o, dicho de otra forma, en la violación o inobservancia de un deber jurídico. El carácter de este deber jurídico tiende a ser de obligación o de prohibición. Por ejemplo, en el juicio hipotético “si una persona incumple una prestación contractual, debe condenarse a la ejecución forzosa de esta”, el deber jurídico (formulado bajo un enunciado deóntico) tras la condición es el siguiente: es obligatorio cumplir con una prestación contractualmente acordada.

En el ejemplo que he utilizado antes el deber jurídico tras la condición puede formularse como una prohibición: “Es prohibido que una persona se beneficie de bienes originados en hechos ilícitos.” Para el ejemplo más complejo: “Es prohibido que una persona se beneficie de bienes originados en hechos ilícitos a sabiendas de tal situación o debiendo razonablemente saberlo.”

Eduardo García Maynes realiza una clasificación de las sanciones jurídicas atendiendo a la relación entre la conducta ordenada por la norma infringida y la conducta que impone la sanción[12]. Es decir, enfocada en la relación entre el contenido de la conducta prescrita por el deber jurídico y el contenido de la conducta que constituye la sanción. El filósofo del Derecho argentino, Carlos Cossio, reconfigura la clasificación propuesta por García Maynes tomando como criterio la relación ontológica entre las conductas del deber y la sanción[13]. Describe estas tres especies de sanciones:

1.      Sanciones de cumplimiento forzoso. Su fin consiste en obtener coactivamente la observancia del deber jurídico infringido.

2.      Indemnización: Tiene como fin obtener del sancionado una prestación equivalente al deber jurídico infringido.

3.      Castigo: Su finalidad inmediata es aflictiva. No persigue el cumplimiento del deber jurídico ni la obtención de prestaciones equivalentes. Es el caso típico de las sanciones penales.

Obviamente la anterior clasificación no tiene porque ser exhaustiva ni concluyente. Incluso dentro de la finalidad atribuida a cada una pueden incluirse otras expresiones de sanciones y existen casos en que las indicadas pueden presentarse de manera simultánea. Sin embargo, tiene un alto valor explicativo para analizar la naturaleza jurídica de la extinción de dominio (o del decomiso).

La relación ontológica que Carlos Cossio propone como criterio parte de analizar el tipo de correspondencia que existe entre el “ser” de la conducta prescrita por el deber jurídico y el “ser” de la conducta impuesta por la sanción. La correspondencia depende una valoración racional en torno a lo “igual”. Veamos.

En el primer caso Carlos Cossio considera que el tipo de correspondencia entre los términos (contenido del deber y contenido de la sanción) es de “identidad”. La consecuencia de la violación a la conducta prescrita por el deber jurídico es la realización misma de dicha conducta o su reafirmación. En el segundo caso el autor considera que el tipo de correspondencia es de “equivalencia”. La consecuencia de la violación a la conducta prescrita por el deber jurídico es la realización de otra conducta que resulte equivalente. En ambos casos se evidencia la valoración racional en torno a lo “igual”.

Sin embargo, en el tercer caso no es posible realizar esta valoración racional. No existe una correspondencia plausible entre el contenido de la conducta prescrita (Ej: prohibido matar) y la de la sanción (Ej: obligado a cumplir 20 años de prisión). Por más que las teorías sobre la proporcionalidad de la pena lo intenten, no es posible identificar una relación racional entre una conducta y la pena que le es atribuida. La pena, tal y como brillantemente ha explicado Raúl Eugenio Zafaroni, “es un ejercicio de poder que no tiene función reparadora o restitutiva.”[14]

Considero que la extinción de dominio o el decomiso de bienes originados ilícitamente es una consecuencia jurídica que guarda una relación de correspondencia con el contenido de la conducta prescrita por el deber jurídico violado. Si por dicho deber consideramos la prohibición de que una persona se beneficie de bienes originados en hechos ilícitos, aniquilar dicho beneficio mediante la extinción de dominio o decomiso de los bienes supone la imposición forzosa de la conducta prescrita. La consecuencia, por tanto, tiene efectos restitutorios: se restituye la situación patrimonial de la persona al momento previo de que se beneficiase. El tipo de correspondencia entre el deber jurídico y la sanción es de “identidad”.

Incluso, bajo este razonamiento es perfectamente posible justificar la llamada extinción de dominio o decomiso por bienes equivalentes. En este caso, en cambio, el tipo de correspondencia entre el deber jurídico y la sanción es de “equivalencia”, pero sigue siendo racional en los términos que he explicado. La mayoría de las legislaciones comparadas establecen esta posibilidad, pero ante el “gran terror” que ha sentido parte de la comunidad jurídica dominicana e integrantes de los sectores empresariales, ha sido eliminada de la iniciativa que está a punto de aprobarse en el Congreso Nacional. Ni siquiera era algo totalmente nuevo para el caso dominicano, pues ya nuestra normativa sobre lavado de activos reconoce esta modalidad de decomiso en su artículo 26.

Pero profundicemos un poco más sobre el concepto de pena. Es posible que los argumentos anteriores no sean del todo convincentes. Pasaré a auxiliarme de un excelente trabajo de un penalista español llamado Carlos Castellví Monserrat. [15]El autor utiliza el concepto de sanción en un sentido más restringido al que he utilizado hasta el momento, limitándolo a las consecuencias que constituyen una manifestación del ius puniendi del Estado. Para evitar confusiones seguiré utilizando el concepto de pena.

Según el autor una pena es un mal impuesto por el Estado con un fin aflictivo, esto es, “un mal que se inflige forzosamente como castigo”. De ahí que considere que el núcleo esencial del concepto de pena se configura a partir de dos elementos: su contenido (un mal) y su fin (afligir o castigar). Mal, afligir o castigar son conceptos vagos que sin embargo adquieren precisión en el ámbito de la dogmática penal.

Que la pena implique la imposición de un mal remite a que tenga un contenido aflictivo. Se dice que ello ocurre cuando como consecuencia de la imposición de la pena el sujeto sufre necesariamente un perjuicio en su esfera jurídica. El mal que supone la pena opera como una restricción de los derechos legítimos del sujeto, no así de aquello a lo que previamente no tenía derecho. Es decir, no puede considerarse como una pena la negación de un derecho que no se tenía ni la imposición de un deber que ya existía. El autor cita al Tribunal Constitucional español para el cual: “El carácter de castigo criminal o administrativo de la reacción del ordenamiento solo aparece cuando, al margen de la voluntad reparadora, se inflige un perjuicio añadido con el que se afecta al infractor en el círculo de bienes y derechos de los que disfruta lícitamente.”

La pena implica la imposición de un plus obligacional consistente en la restricción de los derechos que legítimamente detenta el sujeto. Cuando se impone una pena el efecto no se limita a la restitución o restablecimiento del deber jurídico violado por el supuesto que constituye condición de su aplicación. De hecho, ello no siempre es posible, tal y como en parte he mostrado. Los efectos operan sobre la esfera legítima de derechos del sujeto. Cuando, por ejemplo, se condena a una persona a una pena de prisión, el mal contenido en la sanción consiste en una restricción a un derecho legítimo: la libertad.

De lo anterior que “la privación de aquello a lo que NO se tenía derecho no podrá constituir el contenido de una sanción”.

Un ejemplo interesante para ilustrar esta cuestión puede ser la distinción que en el ámbito del derecho administrativo existe entre medidas de restablecimiento de legalidad y las sanciones administrativas. Las primeras recaen sobre conductas o actividades a la cuales el sujeto no tiene derecho. Por ejemplo: el desarrollo de una actividad condicionada a un título habilitante previo sin la autorización correspondiente. La obligación que la Administración puede imponer al sujeto para lograr el restablecimiento de la legalidad no puede considerarse una sanción (administrativa), ya que no opera sobre los derechos legítimos del sujeto, pues este no tiene derecho al desarrollo de la actividad.  Distinto sería la aplicación de una sanción administrativa de multa, la cual sí opera sobre los derechos legítimos del sujeto, en este caso sobre sus derechos patrimoniales.

Además de que el contenido implica un mal en los términos explicados, la finalidad de la pena debe ser aflictiva. Es decir, la pena debe tener como fin el castigo. En esta parte Castellví Monserrat hace una precisión necesaria de la diferencia entre el fin de la pena y su función. Mientras que el concepto de pena da respuesta a lo que esta es (incluyendo su fin), su función expresa para qué sirve. Podría decirse entonces que una pena es un mal que se inflige con la finalidad de castigar (concepto) para la retribución, prevención general, prevención especial (función) (o cualquier teoría que se tenga). Hay otras medidas que procuran funciones similares, pero lo característico de la pena es que lo hace mediante el castigo.

De esta explicación puede comprenderse la razón por la que la prisión preventiva no sea considerada una pena. A pesar de que supone un mal, su finalidad no es castigar.

A este punto mi conclusión sobre la naturaleza jurídica de la extinción de dominio (o decomiso) de bienes de origen ilícito parece evidente. No puede considerarse como una pena por las siguientes razones:

1.       Su contenido no consiste en un mal, ya que no opera una restricción sobre los derechos legítimos de la persona. La persona que se ha beneficiado con la incorporación a su patrimonio de bienes de origen ilícito no tiene derecho al resultado de su conducta. Ejemplo: El receptor de un soborno no tiene derecho a su contenido. En estos casos no se priva a alguien de un derecho previo. Privar a alguien de aquello a lo que no tenía derecho no puede constituir el contenido de una pena.

2.       Su finalidad no es aflictiva. La consecuencia no se impone como castigo, sino para restituir la situación patrimonial al momento previo de la apropiación y con ello restablecer el deber jurídico violado.

Esta conclusión es perfectamente congruente con la posición que había fijado a partir de los trabajos de García Maynes y Cossio. Existe correspondencia entre la conducta prescrita por el deber jurídico y la que se impone por el contenido de la extinción de dominio. Por tanto, su carácter es esencialmente restitutorio (o de compensación equivalente).

No es casual que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos haya considerado que “el decomiso sin condena no tiene una naturaleza propiamente penal, pues no tiene como fundamento la imposición de una sanción ajustada a la culpabilidad por el hecho, sino que «es más comparable a la restitución del enriquecimiento injusto que a una multa impuesta bajo la ley penal» pues «dado que el decomiso se limita al enriquecimiento (ilícito) real del beneficiado por la comisión de un delito, ello no pone de manifiesto que se trate de un régimen de sanción.”[16] Criterio que ha sido incorporado de manera expresa en la última modificación del Código Penal de España, como puede evidenciarse en el preámbulo de la Ley Orgánica 1/2015.

Tampoco es casual que Tribunal Constitucional alemán, en referencia específica al comiso[17] ampliado, haya establecido mediante auto del 14 de enero de 2004:

“b) La institución jurídica del comiso ampliado no entra en conflicto con el principio de culpabilidad, porque no tiene carácter de pena o sanción asimilada. Una interpretación del § 73 d StGB sistemática, acorde al tenor literal y a la tradición legislativa, supone que la desposesión amparada en el precepto no se dirige a captar la ventaja patrimonial obtenida delictivamente ni a reprochar al afectado la realización de un hecho ilícito como origen de la misma, ni por tanto pretende causarle un mal retributivo. Más bien el § 73 d persigue unos fines de estabilización de la norma y de ordenación del patrimonio.”

 

O que el Tribunal Supremo de este mismo país haya considerado que el comiso no tiene finalidad penal, sino que persigue únicamente privar al responsable de la ventaja conseguida con el delito y con ello compensar la transferencia ilegal de riqueza.”[18]

Definitivamente, si tuviésemos que aproximar la extinción de dominio (o el decomiso) de bienes de origen ilícito a institutos jurídicos conocidos, lo más cercano sería el enriquecimiento injustificado o sin causa. El principio tras este instituto es el de que nadie pueda beneficiarse patrimonialmente a expensas de otro sin la existencia de una causa justa. En el caso de la extinción de dominio (o decomiso) de bienes de origen ilícito, el principio es similar: el de que nadie pueda beneficiarse patrimonialmente en base a causas ilícitas, a expensas de la sociedad que sufre los daños de los hechos ilícitos. La consecuencia aplicada es también similar: La restitución de lo apropiado sin causa justa o en base a causa ilícita.

La diferencia esencialmente opera en torno a la legitimación para procurar la aplicación de la consecuencia. En el derecho civil tradicional la acción in rem verso o restitutoria es ejercida por la persona que se ha empobrecido como consecuencia del enriquecimiento sin causa. En el caso específico de la extinción de dominio se atribuye una legitimación a un órgano del Estado para que actúe en representación de la sociedad. Podría haber otras distinciones relevantes, pero por el momento no es mi intención profundizar en ellas. 

En este primer artículo quise precisar qué considero es la extinción de dominio y las razones por las que, al menos el de bienes originados ilícitamente, no puede considerarse como una pena. La posición que se asuma en este aspecto es determinante para debatir en torno al concepto de hecho o actividad ilícita, las garantías procesales, el requerimiento de presunción de inocencia, la carga y el estándar probatorio, los efectos de la ley con relación a hechos pasados, entre otras cuestiones controversiales.

El próximo artículo lo dedicaré a analizar la extinción de dominio de los bienes destinados a la comisión de hechos ilícitos y a reflexionar sobre la utilidad del instituto como instrumento de política criminal del Estado.



[1] Cf. F. Gascón Inchausti, F., Mutuo reconocimiento de resoluciones judiciales en la Unión Europea y decomiso de bienes, en: Cuadernos Digitales de Formación. Reconocimiento y ejecución de resoluciones penales en el espacio judicial europeo, Vol, 6, 2010.

[2] Ver: Rafael Simón Jiménez y Emilio Urbina Mendoza, El comiso autónomo y la extinción de dominio en la lucha contra la corrupción. (Editorial Jurídica Venezolana: Caracas, 2020), 120 y ss.

[3] Cf. Margarita Roig, La regulación del comiso. El modelo alemؘán y la reciente reforma española. Estudios Penales y Criminológicos, vol. XXXVI (2016), 203.

[4] Rafael Simón Jiménez y Emilio Urbina Mendoza, Op. Cit., 125.

[5] En el ámbito europeo puede destacarse la Directiva 2014/14 del Parlamento Europeo y el Consejo de la Unión Europea.

[6] Aunque estas posiciones me parecen muy propias de la experiencia colombiana. Hay que tener cuidado con extrapolarlas acríticamente.

[7] Contrario a argumentos expuestos en un artículo publicado en Listín Diario, no es cierto que la disposición constitucional citada limite el decomiso una sentencia que declare responsabilidad penal. La disposición solo hace referencia a “sentencia definitiva”, sin indicar su “naturaleza”. Lo que sí es una condicionante es que la conducta ilícita vinculada a los bienes se encuentre descrita en la legislación penal, que en todo caso no es lo mismo que el concepto de “delito”. La imprecisión del artículo viene porque parte de una visión del decomiso anclada en su consideración pena, lo cual como hemos visto es solo una posibilidad de configuración legislativa y no excluye el desarrollo de modalidades de decomiso sin condena, como precisamente es la extinción de dominio.

[8] Ana del Terso, p.139.

[9] Cf. Hans Kelsen, Teoría Pura del Derecho. (Eudeba: Buenos Aires, 2004), 20.

[10] Que es la idea con la que se asocia el concepto de sanción en Kelsen.

[11] Aunque no necesariamente incluiría consecuencias como las nulidades.

[12] Cf. Eduardo García Maynes, Introducción al estudio del Derecho. (Editorial Porrúa: Ciudad de México, 2022), 299 y ss.

[13] Cf. Carlos Cossio, El principio “nula poena sine lege” en la axiología egológica. Boletín de la Academia de Ciencias Políticas y Sociales.

[14] Raul Eugenio Zafaroni, Manual de Derecho Penal. Parte General. (Ediar: Buenos Aires, 2006).

[15] Carlos Castellví Monserrat, Decomisar sin castigar. InDret. Revisa para el análisis del Derecho. 1/2019.

[16] Citado en Margarita Roig, Op. Cit. 

[17] En Alemania se utiliza la expresión “comiso”.

[18] Citado en Margatita Roig, Op. Cit. 

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