Ø Planteamiento de la cuestión y metodología.
El Congreso Nacional se encuentra próximo a la aprobación de una
legislación de extinción de dominio. Desde períodos constitucionales anteriores
se venían discutiendo proyectos sobre la cuestión e incluso algunos habían sido
aprobados en el Senado. Esas discusiones pasaron prácticamente inadvertidas, lo
que contrasta con la gran atención y debate público que se ha suscitado en
esta ocasión. Ello puede deberse a diversas razones que no vale la pena reseñar.
Mi intención simplemente es la de incorporarme al debate y aportar argumentos sobre
los aspectos controversiales de este instrumento.
Preciso la metodología que de manera general utilizaré. Iniciaré
desarrollando un marco teórico y conceptual sobre el tema y desde ese marco
luego me aproximaré a los aspectos controversiales de la iniciativa legistiva. A
lo primero dedicaré varios artículos, de diversa extensión y no sujetos a una
periodicidad en su publicación. Simplemente iré desarrollando las ideas en la
medida que el tiempo me lo permita. Para lo segundo tomaré como referencia los
principales argumentos que se han repetido en artículos de opinión,
intervenciones televisivas y radiales y, por qué no, redes sociales.
Advierto que todo lo que exponga sobre el tema lo haré a título exclusivamente
personal.
Ø ¿Qué es la Extinción de Dominio?
Iniciemos por lo fundamental: explicar qué es la Extinción de
Dominio. Para ello prescindiré de definiciones funcionalistas que tienden a
dar explicaciones a partir de la función o utilidad del instrumento, desde una
perspectiva de políticas del Estado contra la criminalidad. Esto lo abordaré en
otro momento. Me interesa más ofrecer una definición positiva.
De lo que se trata es de profundizar en lo que suele llamarse “la
naturaleza jurídica” de la extinción de dominio. Esta es una empresa que en
todo caso solo puede considerarse aproximativa o plausible, por los obstáculos que
existen en las operaciones a través de las cuales se descubren las supuestas “naturalezas
jurídicas” de los institutos establecidos por el Derecho. Se trata de un
problema que hace décadas Eugenio Bulygin resaltó en su trabajo “La naturaleza
jurídica de la Letra de Cambio.”
De hecho, estoy convencido que buena parte de las controversias
que se han presentado con relación a aspectos de la iniciativa se vinculan a la
forma dogmática bajo la cual operan los juristas cuando estudian institutos
jurídicos. Tal y como señala Genaro Carrió en la presentación del trabajo
citado, al preguntarse sobre la naturaleza jurídica de un instituto cualquiera
lo que los juristas persiguen es “una justificación única para la solución
de todos casos que, ya en forma clara, ya en forma imprecisa, caen bajo un
determinado conjunto de reglas.” Y a seguidas indica como uno de los factores que
incentivan esa actitud de los juristas: “el deseo de emparentar a
instituciones de aparición reciente con otras de linaje ilustre, atenuando así
el choque de novedad mediante su absorción por un mundo familiar de ideas ya
elaborados.”
Avanzaré en el tema tomando en cuenta la advertencia de Carrió,
aunque consciente de que no me libraré del “sesgo del oficio”. Considero que previo a definir la
extinción de dominio es necesario definir un concepto más general: decomiso.
Para simplificación me guiaré por la definición que ofrecen tres instrumentos
internacionales suscritos y ratificados por el Estado dominicano y a partir de
ellos iré agregando complejidad. Estos son la Convención de las Naciones Unidas
contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Psicotrópicas del año
1988, La Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada
Transnacional del año 2000 y la Convención Internacional contra la Corrupción
del año 2003.
Estos instrumentos definen al decomiso como “la privación
con carácter definitivo de bienes por orden de un tribunal o autoridad
competente”. Podemos complejizar esta definición y adoptar la
siguiente: privación definitiva de un bien derivada de su vinculación con
un hecho ilícito.[1] O
de manera más exhaustiva decir que se trata de: la privación de un
bien derivada de su vinculación con un hecho o una actividad ilícita, ya sea
por su origen o destinación, y que supone el traspaso a favor del Estado sin
contraprestación o compensación alguna.
La privación del bien sin contraprestación o compensación alguna
introduce una distinción fundamental entre el decomiso y la expropiación, pues
en la segunda la privación del bien supone necesariamente de una indemnización
a favor de su propietario. Lo que justifica esta distinción en cuanto a las
consecuencias es la ilicitud del bien por haberse originado de hechos o
actividades ilícitas o de haberse destinado a su comisión.
Partiendo del tipo de vinculación entre el bien y el ilícito los
instrumentos internacionales introducen la siguiente clasificación. Se trata de
una clasificación general en base al criterio indicado que en todo caso admite
matices a su interior:
1.
Decomiso de
los bienes producto del ilícito. Es decir, aquellos
que se originaron directa o indirectamente como consecuencia del ilícito.
2.
Decomiso de
los bienes instrumentos del ilícito. Es decir,
aquellos que fueron destinados a utilizarse en la comisión el ilícito.
Hasta aquí todo claro. La discusión empieza cuando se hace
necesario reflexionar sobre la “naturaleza jurídica” del decomiso. Es decir,
cuando se trata de precisar su naturaleza como consecuencia jurídica: ¿Pena? ¿Consecuencia
accesoria? ¿Medida de reparación?
En este artículo me limitaré a ofrecer mis consideraciones sobre
el decomiso de los bienes producto del ilícito. Para otras entregas abordaré el
caso del decomiso de los bienes instrumentos del ilícito.
Algunas legislaciones han históricamente configurado el decomiso
como una pena accesoria. Desde esta perspectiva la declaratoria de
responsabilidad penal constituye un requisito o presupuesto sine que non para
la aplicación de este. Es la configuración que se infiere, por ejemplo, de las
disposiciones de nuestro Código Penal o de los artículos 24 y siguientes de
nuestra normativa contra el lavado de activos. A este tipo de decomiso se le
suele denominar “decomiso tradicional”.[2]
A juicio de Margarita Roig, esta configuración tradicional del decomiso
como pena sigue anclada a principios como los de culpabilidad o personalidad,
lo cual genera limitaciones por hacer imprescindible la declaración de
responsabilidad penal del titular de los bienes para poder acordar el decomiso.[3]Probablemente
por razones como esta, y otras más sustantivas, a nivel comparado se inició un proceso
gradual de reconfiguración legislativa del instituto de decomiso. Varios países,
dentro de ellos España, pasaron a considerar al decomiso como una consecuencia
accesoria distinta a la de una pena o una medida de seguridad. El fundamento de
este, por tanto, deja de residir en la culpabilidad o en la peligrosidad, y con
ello se abre la puerta para el decomiso de bienes de personas no imputables o
terceros ajenos a un proceso penal.[4] De
manera más precisa: la declaratoria previa de una responsabilidad penal deja
de constituir un presupuesto necesario para la aplicación del decomiso.
Algunos de los artículos que en la discusión dominicana se han
publicado y que revelan una confusión entre hecho o actividad ilícita y delito
(que implica el elemento culpable), incurren en una incomprensión de esta configuración
autónoma del decomiso. Esto ha llevado a sus autores a considerar como una
violación a la presunción de inocencia que en un procedimiento de extinción de
dominio pueda comprobarse la existencia un hecho ilícito al margen de una
declaración de culpabilidad del responsable en un proceso penal. Pero ya habrá
tiempo para estas polémicas concretas.
A nivel internacional el punto cúlmine del proceso de reconfiguración
del decomiso lo es probablemente la Convención Internacional contra la
Corrupción del año 2003 o simplemente “Convención de Mérida.” El artículo 54,
literal c) de este instrumento, establece que cada Estado Parte considerará la
posibilidad de adoptar las medidas que sean necesarias para permitir el
decomiso de bienes sin que medie una condena, en casos en que el delincuente no
pueda ser enjuiciado por motivo de fallecimiento, fuga o ausencia, o en otros
casos apropiados (lo cual abre campo para la configuración legislativa más
allá de los tres supuestos iniciales, contrario a lo que algunos han sostenido).[5]
Este tipo de decomiso que prescinde de la necesidad de una
declaratoria previa de responsabilidad penal para su procedencia suele
denominarse como “decomiso autónomo”. El adjetivo precisamente hace referencia
a la posibilidad de su imposición con independencia de una declaratoria de responsabilidad
penal, como en cambio es requerido en el “decomiso tradicional”. El “decomiso
autónomo” se vincula al concepto de “decomiso sin condena” y este a su vez se
ha expresado de diversas formas, tales como “decomiso civil”, “decomiso in
rem”, “decomiso objetivo” o “extinción de dominio”.
Ya puedo ir adelantando parte de mi posición: La “extinción de
dominio”, en esencia, no es más que el nomen iuris con que las
legislaciones latinoamericanas han incorporado el “decomiso autónomo” o “decomiso
sin condena”. De ahí que resulta redundante hacer referencia a “extinción
de dominio para el decomiso civil de bienes ilícitos”, tal y como lo hacían
algunos de los proyectos que cursaron por el Congreso Nacional. Tanto la “extinción
de dominio” como el “decomiso civil’ son nomenclaturas que en esencia se refieren
a la modalidad de “decomiso sin condena.”
Las distinciones que pudieran ser relevantes entre la “extinción
de dominio” y otras expresiones de “decomiso sin condena”, operan principalmente
respecto del procedimiento y los supuestos que lo habilitan, no en sí del
instituto. Esto más allá de que para algunos hay distinciones en los
fundamentos, entendidos como las razones que justifican su reconocimiento jurídico
y aplicación. [6] Sin embargo, desde una
definición positiva el instituto es esencialmente el mismo.
La utilización de la expresión se debe indudablemente a la
influencia colombiana. En 1936 este país adoptó una legislación sobre régimen
de tierras en la cual se reconoció al Estado una potestad extinguir el dominio
sobre predios rurales que no fuesen destinados a formas positivas de explotación
económica. Es una potestad similar a la que en el Derecho Romano tenían los
censores para intervenir en la enajenación de la posesión sobre tierras
incultas o deficientemente cultivadas. El fundamento de esta reside en la sujeción de la propiedad privada al cumplimiento de una función social. De ahí que,
al considerarse a determinadas conductas como usos no sociales de la propiedad,
se estableciera como legítima su extinción a favor del Estado, bajo un
fundamento distinto al de la expropiación, pues en esta última la conducta del
afectado no se considera contraria al régimen constitucional y legal de
propiedad.
De esta figura que forma parte de la legislación histórica de Colombia
y que había estado esencialmente circunscrita al ámbito agrario, toma la Constitución
de 1991 el nombre al establecer en el párrafo del artículo 34 lo siguiente: “(…)
por sentencia judicial, se declarará extinguido el dominio sobre los bienes
adquiridos mediante el enriquecimiento ilícito, en perjuicio del tesoro público
o con grave deterioro de la moral social.” Por ello que el régimen de
extinción de dominio en Colombia tiende a fundamentarse en el aseguramiento de
la función social de la propiedad.
Conocer la tradición en que se “monta” la extinción de dominio en
Colombia es importantísimo para distinguir fundamentos y determinar qué es y
qué no es extrapolable a nuestro país. El fundamento amplio al que hemos hecho referencia
puede justificarse a partir de la formulación de la disposición constitucional
citada, que no limita la extinción de dominio a supuestos de bienes obtenidos
mediante enriquecimiento ilícito sino también a aquellos obtenidos “con
grave deterioro de la moral social”. En el caso dominicano, en cambio, el numeral
5) del artículo 51 de la Constitución limita la posibilidad de decomiso (y la extinción
de dominio es una forma de “decomiso sin condena”) a la vinculación por origen
o destino de los bienes con conductas previstas en ilícitos penales. [7] Además,
las formas en que se ha desarrollado el alcance de la función social de la
propiedad en uno y otro país son distintas.
En todo caso, la cuestión es que en Colombia surge la expresión “extinción
de dominio” asociada al instituto del “decomiso sin condena”. En 1996 este país
aprueba la primera legislación en materia de extinción de dominio. A partir de esta
experiencia la utilización de la expresión se extiende a diversos países de
América Latina, convirtiéndose en la forma regional con la que se hace referencia
a un tipo de “decomiso sin condena”. Tal y como señala Ana del Terso, los
países de esta región la utilizan “ya que está más extendida esta denominación
que la de decomiso sin condena, (…) siguiendo el ejemplo de países como
Colombia, primer país en aprobar una Ley de Extinción de Dominio.”[8]
Hasta ahora la aproximación que he hecho al concepto de extinción
de dominio y su naturaleza jurídica como instituto ha estado esencialmente
fundamentada en un análisis comparado e histórico-jurídico. No quiero quedarme
en él. Entiendo importante ofrecer argumentos sustantivos que no dependan de “contingencias
legislativas” de otros países o del reconocimiento positivo en instrumentos
internacionales. En lo que sigue trataré de justificar porque la extinción de
dominio (o decomiso) de los bienes originados ilícitamente no puede considerarse
una pena y cuáles serían, en cambio, los institutos más próximos a su
naturaleza. Esta no es una precisión baladí, pues de ella depende la aproximación
que se haga sobre algunos de los aspectos más controversiales que han estado en
el ojo público.
En su Teoría Pura del Derecho Kelsen realiza una distinción
fundamental entre el enfoque de las ciencias naturales y el Derecho. Mientras las primeras se
enfocan en la determinación de relaciones causales, el segundo se enfoca en la
determinación de relaciones de imputación. En las relaciones causales la condición
es una causa y la consecuencia es su efecto por razones de necesidad. En
cambio, en las relaciones de imputación la consecuencia que deriva de la
condición es imputada a esta mediante un acto normativo (de voluntad humana).
Es decir, “un acto ilícito es seguido de una sanción porque una norma creada
por un acto jurídico prescribe o autoriza la aplicación de una sanción cuando
se ha cometido un acto ilícito.” [9]
Mantendré la importancia de la relación de imputación, pero no
compartiré el significado que Kelsen atribuye al concepto de sanción. Haré uso
del significado utilizado por Eduardo García Maynes. Este autor distingue la
sanción de los actos coacción. [10] La
diferencia estriba en que mientras la primera es la consecuencia normativa
imputada a una condición, los segundos serían la aplicación forzada de esa
consecuencia. Por tanto, cuando un juez condena mediante sentencia al pago de
lo debido, aplica una sanción. La ejecución mediante el embargo de bienes sería
el acto de coacción mediante el cual se aplica forzosamente la sanción. Como se
notará, este significado de sanción tiene un amplio alcance, próximo al concepto
general de “consecuencia jurídica”[11].
El juicio hipotético mediante el cual opera una relación de
imputación entre un supuesto y una consecuencia puede ser formulado de la siguiente
forma: “Si la condición A se realiza, la consecuencia B debe producirse.”
Aplicado a una situación concreta:
Ø
“Si un bien
se origina de hechos ilícitos, debe declararse su extinción de dominio a favor
del Estado.”
Podríamos precisar mejor el juicio al complejizar la condición:
Ø
“Si un bien
se origina de hechos ilícitos y se demuestra la ausencia de buena fe de su
titular, debe declararse la extinción de dominio a favor del Estado.”
La condición a la cual se imputa una sanción consiste en una actuación
ilícita o, dicho de otra forma, en la violación o inobservancia de un
deber jurídico. El carácter de este deber jurídico tiende a ser de obligación o
de prohibición. Por ejemplo, en el juicio hipotético “si una persona incumple
una prestación contractual, debe condenarse a la ejecución forzosa de esta”, el
deber jurídico (formulado bajo un enunciado deóntico) tras la condición es el siguiente: es obligatorio cumplir con una
prestación contractualmente acordada.
En el ejemplo que he utilizado antes el deber jurídico tras la
condición puede formularse como una prohibición: “Es prohibido que una persona se
beneficie de bienes originados en hechos ilícitos.” Para el ejemplo más
complejo: “Es prohibido que una persona se beneficie de bienes originados en
hechos ilícitos a sabiendas de tal situación o debiendo razonablemente saberlo.”
Eduardo García Maynes realiza una clasificación de las sanciones
jurídicas atendiendo a la relación entre la conducta ordenada por la norma infringida
y la conducta que impone la sanción[12].
Es decir, enfocada en la relación entre el contenido de la conducta prescrita por
el deber jurídico y el contenido de la conducta que constituye la sanción. El filósofo
del Derecho argentino, Carlos Cossio, reconfigura la clasificación propuesta
por García Maynes tomando como criterio la relación ontológica entre las conductas
del deber y la sanción[13].
Describe estas tres especies de sanciones:
1.
Sanciones de
cumplimiento forzoso. Su fin
consiste en obtener coactivamente la observancia del deber jurídico infringido.
2.
Indemnización:
Tiene como fin obtener del sancionado una
prestación equivalente al deber jurídico infringido.
3.
Castigo: Su finalidad inmediata es aflictiva. No persigue el cumplimiento
del deber jurídico ni la obtención de prestaciones equivalentes. Es el caso
típico de las sanciones penales.
Obviamente la anterior clasificación no tiene porque ser
exhaustiva ni concluyente. Incluso dentro de la finalidad atribuida a cada una
pueden incluirse otras expresiones de sanciones y existen casos en que las
indicadas pueden presentarse de manera simultánea. Sin embargo, tiene un alto
valor explicativo para analizar la naturaleza jurídica de la extinción de dominio
(o del decomiso).
La relación ontológica que Carlos Cossio propone como criterio
parte de analizar el tipo de correspondencia que existe entre el “ser” de la
conducta prescrita por el deber jurídico y el “ser” de la conducta impuesta por
la sanción. La correspondencia depende una valoración racional en torno a lo “igual”.
Veamos.
En el primer caso Carlos Cossio considera que el tipo de
correspondencia entre los términos (contenido del deber y contenido de la
sanción) es de “identidad”. La consecuencia de la violación a la
conducta prescrita por el deber jurídico es la realización misma de dicha
conducta o su reafirmación. En el segundo caso el autor considera que el tipo de correspondencia
es de “equivalencia”. La consecuencia de la violación a la conducta
prescrita por el deber jurídico es la realización de otra conducta que resulte
equivalente. En ambos casos se evidencia la valoración racional en torno a lo “igual”.
Sin embargo, en el tercer caso no es posible realizar esta
valoración racional. No existe una correspondencia plausible entre el contenido
de la conducta prescrita (Ej: prohibido matar) y la de la sanción (Ej: obligado
a cumplir 20 años de prisión). Por más que las teorías sobre la proporcionalidad
de la pena lo intenten, no es posible identificar una relación racional entre
una conducta y la pena que le es atribuida. La pena, tal y como brillantemente ha
explicado Raúl Eugenio Zafaroni, “es un ejercicio de poder que no tiene
función reparadora o restitutiva.”[14]
Considero que la extinción de dominio o el decomiso de bienes
originados ilícitamente es una consecuencia jurídica que guarda una relación de
correspondencia con el contenido de la conducta prescrita por el deber jurídico
violado. Si por dicho deber
consideramos la prohibición de que una persona se beneficie de bienes
originados en hechos ilícitos, aniquilar dicho beneficio mediante la extinción
de dominio o decomiso de los bienes supone la imposición forzosa de la conducta
prescrita. La consecuencia, por tanto, tiene efectos restitutorios: se restituye
la situación patrimonial de la persona al momento previo de que se beneficiase.
El tipo de correspondencia entre el deber jurídico y la sanción es de “identidad”.
Incluso, bajo este razonamiento es perfectamente posible justificar
la llamada extinción de dominio o decomiso por bienes equivalentes. En este
caso, en cambio, el tipo de correspondencia entre el deber jurídico y la
sanción es de “equivalencia”, pero sigue siendo racional en los términos que he
explicado. La mayoría de las legislaciones comparadas establecen esta
posibilidad, pero ante el “gran terror” que ha sentido parte de la comunidad
jurídica dominicana e integrantes de los sectores empresariales, ha sido
eliminada de la iniciativa que está a punto de aprobarse en el Congreso
Nacional. Ni siquiera era algo totalmente nuevo para el caso dominicano, pues ya
nuestra normativa sobre lavado de activos reconoce esta modalidad de decomiso
en su artículo 26.
Pero profundicemos un poco más sobre el concepto de pena. Es
posible que los argumentos anteriores no sean del todo convincentes. Pasaré a auxiliarme
de un excelente trabajo de un penalista español llamado Carlos Castellví
Monserrat. [15]El autor utiliza el concepto
de sanción en un sentido más restringido al que he utilizado hasta el momento,
limitándolo a las consecuencias que constituyen una manifestación del ius puniendi
del Estado. Para evitar confusiones seguiré utilizando el concepto de pena.
Según el autor una pena es un mal impuesto por el Estado con un
fin aflictivo, esto es, “un mal que se inflige forzosamente como castigo”. De
ahí que considere que el núcleo esencial del concepto de pena se configura a
partir de dos elementos: su contenido (un mal) y su fin (afligir o castigar). Mal,
afligir o castigar son conceptos vagos que sin embargo adquieren precisión en
el ámbito de la dogmática penal.
Que la pena implique la imposición de un mal remite a que tenga un
contenido aflictivo. Se dice que ello ocurre cuando como consecuencia de la
imposición de la pena el sujeto sufre necesariamente un perjuicio en su esfera
jurídica. El mal que supone la pena opera como una restricción de los
derechos legítimos del sujeto, no así de aquello a lo que previamente no tenía
derecho. Es decir, no puede considerarse como una pena la negación de un
derecho que no se tenía ni la imposición de un deber que ya existía. El autor
cita al Tribunal Constitucional español para el cual: “El carácter de castigo
criminal o administrativo de la reacción del ordenamiento solo aparece cuando,
al margen de la voluntad reparadora, se inflige un perjuicio añadido con el que
se afecta al infractor en el círculo de bienes y derechos de los que disfruta
lícitamente.”
La pena implica la imposición de un plus obligacional consistente
en la restricción de los derechos que legítimamente detenta el sujeto. Cuando
se impone una pena el efecto no se limita a la restitución o restablecimiento
del deber jurídico violado por el supuesto que constituye condición de su
aplicación. De hecho, ello no siempre es posible, tal y como en parte he mostrado. Los
efectos operan sobre la esfera legítima de derechos del sujeto. Cuando, por ejemplo, se
condena a una persona a una pena de prisión, el mal contenido en la sanción
consiste en una restricción a un derecho legítimo: la libertad.
De lo anterior que “la privación de aquello a lo que NO se tenía
derecho no podrá constituir el contenido de una sanción”.
Un ejemplo interesante para ilustrar esta cuestión puede ser la
distinción que en el ámbito del derecho administrativo existe entre medidas de
restablecimiento de legalidad y las sanciones administrativas. Las primeras
recaen sobre conductas o actividades a la cuales el sujeto no tiene derecho.
Por ejemplo: el desarrollo de una actividad condicionada a un título
habilitante previo sin la autorización correspondiente. La obligación que la
Administración puede imponer al sujeto para lograr el restablecimiento de la
legalidad no puede considerarse una sanción (administrativa), ya que no opera sobre los derechos
legítimos del sujeto, pues este no tiene derecho al desarrollo de la
actividad. Distinto sería la aplicación
de una sanción administrativa de multa, la cual sí opera sobre los derechos
legítimos del sujeto, en este caso sobre sus derechos patrimoniales.
Además de que el contenido implica un mal en los términos
explicados, la finalidad de la pena debe ser aflictiva. Es decir, la pena debe
tener como fin el castigo. En esta parte Castellví Monserrat hace una precisión
necesaria de la diferencia entre el fin de la pena y su función. Mientras que
el concepto de pena da respuesta a lo que esta es (incluyendo su fin), su
función expresa para qué sirve. Podría decirse entonces que una pena es un mal
que se inflige con la finalidad de castigar (concepto) para la retribución, prevención
general, prevención especial (función) (o cualquier teoría que se tenga). Hay
otras medidas que procuran funciones similares, pero lo característico de la
pena es que lo hace mediante el castigo.
De esta explicación puede comprenderse la razón por la que la
prisión preventiva no sea considerada una pena. A pesar de que supone un mal,
su finalidad no es castigar.
A este punto mi conclusión sobre la naturaleza jurídica de la
extinción de dominio (o decomiso) de bienes de origen ilícito parece evidente.
No puede considerarse como una pena por las siguientes razones:
1.
Su contenido
no consiste en un mal, ya que no opera una restricción sobre los derechos legítimos de la persona. La persona que se ha beneficiado con la incorporación a su
patrimonio de bienes de origen ilícito no tiene derecho al resultado de su
conducta. Ejemplo: El receptor de un soborno no tiene derecho a su contenido. En
estos casos no se priva a alguien de un derecho previo. Privar a alguien de aquello
a lo que no tenía derecho no puede constituir el contenido de una pena.
2.
Su finalidad
no es aflictiva. La consecuencia no se impone como castigo, sino para restituir
la situación patrimonial al momento previo de la apropiación y con ello restablecer
el deber jurídico violado.
Esta conclusión es perfectamente congruente con la posición que había
fijado a partir de los trabajos de García Maynes y Cossio. Existe correspondencia
entre la conducta prescrita por el deber jurídico y la que se impone por el
contenido de la extinción de dominio. Por tanto, su carácter es esencialmente
restitutorio (o de compensación equivalente).
No es casual que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos haya
considerado que “el
decomiso sin condena no tiene una naturaleza propiamente penal, pues no tiene
como fundamento la imposición de una sanción ajustada a la culpabilidad por el
hecho, sino que «es más comparable a la restitución del enriquecimiento injusto
que a una multa impuesta bajo la ley penal» pues «dado que el decomiso se
limita al enriquecimiento (ilícito) real del beneficiado por la comisión de un
delito, ello no pone de manifiesto que se trate de un régimen de sanción.”[16]
Criterio que ha sido incorporado de manera expresa en la última modificación del
Código Penal de España, como puede evidenciarse en el preámbulo de la Ley
Orgánica 1/2015.
Tampoco es casual que Tribunal
Constitucional alemán, en referencia específica al comiso[17]
ampliado, haya establecido mediante auto del 14 de enero de 2004:
“b) La institución
jurídica del comiso ampliado no entra en conflicto con el principio de
culpabilidad, porque no tiene carácter de pena o sanción asimilada. Una
interpretación del § 73 d StGB sistemática, acorde al tenor literal y a la
tradición legislativa, supone que la desposesión amparada en el precepto no se
dirige a captar la ventaja patrimonial obtenida delictivamente ni a reprochar
al afectado la realización de un hecho ilícito como origen de la misma, ni por
tanto pretende causarle un mal retributivo. Más bien el § 73 d persigue unos
fines de estabilización de la norma y de ordenación del patrimonio.”
O que el Tribunal Supremo de este mismo país haya considerado que “el comiso no tiene finalidad penal, sino que persigue únicamente privar al responsable de la ventaja conseguida con el delito y con ello compensar la transferencia ilegal de riqueza.”[18]
Definitivamente,
si tuviésemos que aproximar la extinción de dominio (o el decomiso) de bienes de origen
ilícito a institutos jurídicos conocidos, lo más cercano sería el
enriquecimiento injustificado o sin causa. El principio tras este instituto
es el de que nadie pueda beneficiarse patrimonialmente a expensas de otro sin
la existencia de una causa justa. En el caso de la extinción de dominio (o
decomiso) de bienes de origen ilícito, el principio es similar: el de que
nadie pueda beneficiarse patrimonialmente en base a causas ilícitas, a expensas
de la sociedad que sufre los daños de los hechos ilícitos. La consecuencia
aplicada es también similar: La restitución de lo apropiado sin causa justa o
en base a causa ilícita.
La diferencia esencialmente opera en torno a la legitimación para procurar la aplicación de la consecuencia. En el derecho civil tradicional la acción in rem verso o restitutoria es ejercida por la persona que se ha empobrecido como consecuencia del enriquecimiento sin causa. En el caso específico de la extinción de dominio se atribuye una legitimación a un órgano del Estado para que actúe en representación de la sociedad. Podría haber otras distinciones relevantes, pero por el momento no es mi intención profundizar en ellas.
En este primer artículo quise precisar qué considero es la extinción de dominio y las razones por las que, al menos el de bienes originados ilícitamente, no puede considerarse como una pena. La posición que se asuma en este aspecto es determinante para debatir en torno al concepto de hecho o actividad ilícita, las garantías procesales, el requerimiento de presunción de inocencia, la carga y el estándar probatorio, los efectos de la ley con relación a hechos pasados, entre otras cuestiones controversiales.
El
próximo artículo lo dedicaré a analizar la extinción de dominio de los bienes
destinados a la comisión de hechos ilícitos y a reflexionar sobre la utilidad
del instituto como instrumento de política criminal del Estado.
[1] Cf. F. Gascón Inchausti, F., Mutuo reconocimiento de
resoluciones judiciales en la Unión Europea y decomiso de bienes, en: Cuadernos
Digitales de Formación. Reconocimiento y ejecución de resoluciones
penales en el espacio judicial europeo, Vol, 6, 2010.
[2] Ver: Rafael Simón Jiménez
y Emilio Urbina Mendoza, El comiso autónomo y la extinción de dominio en la
lucha contra la corrupción. (Editorial Jurídica Venezolana: Caracas, 2020),
120 y ss.
[3] Cf. Margarita Roig, La
regulación del comiso. El modelo alemؘán y la reciente reforma española. Estudios
Penales y Criminológicos, vol. XXXVI (2016), 203.
[4] Rafael Simón Jiménez y Emilio
Urbina Mendoza, Op. Cit., 125.
[5] En el ámbito europeo puede
destacarse la Directiva 2014/14 del Parlamento Europeo y el Consejo de la Unión
Europea.
[6] Aunque
estas posiciones me parecen muy propias de la experiencia colombiana. Hay que
tener cuidado con extrapolarlas acríticamente.
[7] Contrario
a argumentos expuestos en un artículo publicado en Listín Diario, no es cierto
que la disposición constitucional citada limite el decomiso una sentencia que
declare responsabilidad penal. La disposición solo hace referencia a “sentencia
definitiva”, sin indicar su “naturaleza”. Lo que sí es una condicionante es que
la conducta ilícita vinculada a los bienes se encuentre descrita en la
legislación penal, que en todo caso no es lo mismo que el concepto de “delito”.
La imprecisión del artículo viene porque parte de una visión del decomiso anclada
en su consideración pena, lo cual como hemos visto es solo una posibilidad de
configuración legislativa y no excluye el desarrollo de modalidades de decomiso
sin condena, como precisamente es la extinción de dominio.
[8] Ana del Terso, p.139.
[9] Cf. Hans Kelsen, Teoría
Pura del Derecho. (Eudeba: Buenos Aires, 2004), 20.
[10] Que es la idea con la que
se asocia el concepto de sanción en Kelsen.
[11] Aunque no necesariamente
incluiría consecuencias como las nulidades.
[12] Cf. Eduardo García Maynes,
Introducción al estudio del Derecho. (Editorial Porrúa: Ciudad de
México, 2022), 299 y ss.
[13] Cf. Carlos Cossio, El
principio “nula poena sine lege” en la axiología egológica. Boletín de la
Academia de Ciencias Políticas y Sociales.
[14] Raul Eugenio Zafaroni, Manual
de Derecho Penal. Parte General. (Ediar: Buenos Aires, 2006).
[15] Carlos Castellví Monserrat,
Decomisar sin castigar. InDret. Revisa para el análisis del Derecho. 1/2019.
[16] Citado en Margarita Roig, Op. Cit.
[17] En Alemania se utiliza la
expresión “comiso”.
[18] Citado en Margatita Roig, Op. Cit.
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