Si existe una pregunta y una consecuente respuesta para resumir la
teoría desarrollada por Ernesto Laclau en “La razón populista”, esa pregunta y
esa respuesta serían las siguientes: ¿Qué es el “pueblo”? El “pueblo” es la lucha. En
esta entrada –que será dividida en dos partes- realizo algunos comentarios
sobre el pensamiento de Laclau en el libro citado, claro está, bajo la
advertencia de la evidente generalidad de los mismos dadas las condicionantes
de un espacio como éste.
Ernesto
Laclau fue un pensador argentino que desarrolló la mayor parte su obra en
Europa, sobre todo en Inglaterra. Junto con quien hoy es su viuda, Chantal
Mouffe, usualmente es ubicado dentro de los pensadores políticos denominados
como “posmarxistas”[1].
Es muy conocido por sus teorías sobre el “populismo” y discutido ampliamente en
los espacios de pensamiento político. Su libro “La razón populista”
precisamente concentra sus ideas respecto a este tema de gran relevancia en la
política actual.
Las razones
que me llevaron a leer “La razón populista” se encuentran altamente vinculadas
con lo latente de su contenido en la discusión política vigente. Por demás, ya
había leído algunos trabajos de Laclau de menor extensión y me generaron
bastante empatía las breves explicaciones del fenómeno populista dadas en los
mismos. Se trata de una visión que trastoca las inferencias de sentido común
derivadas de la excesiva connotación negativa que usualmente se le da al
término “populismo”. Por último, me pareció necesario estudiar el libro para
compartir mis propias reflexiones y ofrecer un sentido distinto a aquellas que
se han producido en el país sobre el pensamiento de Laclau.[2]
Lo primero
es que el contenido del libro puede resultar un poco complejo y por tanto
requiere de un poco de paciencia para su lectura, además de una complementación
de información a medida que se va avanzando en él. [3] Por
ello mis comentarios serán meramente aproximativos y en base a lo que pude
captar. Cualquier opinión divergente sobre lo aquí expresado es por tanto
bienvenida y permitiría enriquecer más el análisis a través de su
problematización.
Laclau
desarrolla ideas propias de la teoría política, la psicología social, el
psicoanálisis, la lingüística, la filosofía, etc., y para entender algunos
pasajes del libro es necesario tener conocimientos mínimos en estas ramas. Sin
embargo, entiendo que el aparato teórico fundamental para manejar nociones
previas que permitan entender a Laclau viene dado por el pensamiento de Antonio
Gramsci y su conceptualización de la “hegemonía.”
El prefacio
del libro plasma el fundamento del enfoque atribuido a las ideas contenidas en
el mismo. Según Laclau, dicho enfoque “parte de una insatisfacción básica con las
perspectivas sociológicas que, o bien consideraban al grupo como la unidad
básica del análisis social, o bien intentaban trascender a esa unidad a través
de paradigmas holísticos, funcionalistas o estructuralistas.” A
partir de esta insatisfacción su trabajo va dirigido a procurar una superación
de estos abordajes y a explicar bajo otros supuestos la lógica de la formación
de las identidades colectivas. Mientras para los enfoques citados la unidad de
análisis es el grupo -como predeterminado-, para Laclau dicha unidad de
análisis serán las
demandas, explicando como a través de la articulación de las
mismas se constituye el grupo –es decir que no sería predeterminado sino
consecuencia de dicha articulación-. El “populismo” sería la lógica social a
través de la cual esta articulación se produce. No es un fenómeno delimitable,
sino un modo de construir “lo político”.
Con lo dicho
anteriormente quedan claras algunas cosas. El populismo no es una “algo”
delimitable, tampoco una ideología, corriente de pensamiento u otras cuestiones
con las que usualmente se confunde. El populismo es más bien una dinámica, un
quehacer, una forma, un modo de operar a través del cual “lo
político” se manifiesta en una sociedad. Ya sea el
nacionalsocialismo alemán o la revolución francesa, a lo que el populismo
refiere no es tanto al contenido de un proyecto que se hace hegemónico, sino a
la forma en que dicho proyecto adquiere esa hegemonía.
Esta forma
tiene como parte inherente a sí la introducción de elementos retóricos y nominaciones
–referencia a palabras- que no pueden ser aprehendidas conceptualmente. Por
esta razón una de las principales críticas al populismo va dirigida a la
supuesta irracionalidad y vacío argumentativo y conceptual que se deriva del
mismo. Sin embargo, Laclau entiende a esas cualidades como parte de una
racionalidad social inherente a su lógica política, cuya aprehensión conceptual
ha sido excluida a priori por la racionalidad
política que las critica. En palabras más sencillas: esas críticas no llegan a
entender que estas cualidades del populismo son inherentes a la racionalidad
que sustenta el mismo. El
autor sostiene al respecto lo siguiente: “La relativa simplicidad y el vacío ideológico
del populismo, que es en la mayoría de casos el preludio de su rechazo
elitista, deberían abordarse en términos de qué es lo que intentan performar
esos proceso de simplificación y vacío, es decir, la racionalidad social que
expresan.”
¿Por qué es
importante esta simplicidad o vacío ideológico del populismo? Porque solo a
través de estas cualidades se puede completar la operación a través de la cual
se construye “el
pueblo”. Para explicar cómo esto sucede es necesario
comprender previamente la noción de hegemonía.
La noción
gramsciana de hegemonía refiere a la capacidad de un grupo o sector dentro de
una determinada sociedad de hacer ver sus percepciones, valores, intereses o
creencias como estándares de validez universal. Es decir, la capacidad de ese
grupo o sector de hacer ver sus intereses particulares como los intereses de la
totalidad social, como los intereses universales. Una vez se concretiza dicha
capacidad, los intereses particulares hechos ahora universales se toman como
elementos naturales de la sociedad, como un orden dado y no puesto. Por ende,
al analizar profundamente el orden de una sociedad que surge como consecuencia
de una operación hegemónica, podemos llegar a la conclusión de que a dicho
orden no se arribó a través de un proceso lineal, natural y racional, sino por
el predominio de un particular sobre otros particulares, haciéndose ver ahora
como universal.
De lo
anterior se colige que un orden se constituye como el resultado de una pugna de
entidades diferenciadas que termina con una de esas entidades asumiendo la
representación de la totalidad. Para ilustrar un poco lo que he dicho propondré
el siguiente ejemplo –ojalá no resulte muy forzado o trivial-:
Todos
conocemos la forma predominante en que se organiza un aula escolar. Usualmente
el profesor ocupa un escritorio mucho más amplio que la butaca de los
estudiantes, se encuentra posicionado en un nivel de visibilidad superior a
éstos y su intervención representa la mayor parte del desarrollo de la clase,
en tanto se da por sentado que éste es quien tiene los conocimientos que serán
transmitidos a los destinatarios, es decir a los estudiantes. En fin, las aulas
escolares se encuentran tradicionalmente organizadas bajo un esquema que impone
el posicionamiento jerárquico del profesor por sobre los estudiantes.[4] ¿Quiere
lo anterior decir que esta es la única forma en que puede ser organizada un
aula? ¿Responde esta forma de organización a una predeterminación natural y
universal? Evidentemente que no. Podrían existir múltiples formas y lógicas
distintas de organización de un aula escolar y de la participación en la misma.
Sin embargo, no sería para nada extraño que muchos estudiantes y profesores
entiendan que la forma de organización que he ilustrado es la natural, que es
una forma dada y no puesta. Es decir, existe un consenso sobre la validez de la
misma, por lo que no es necesario imponerla por la fuerza. La razón de ello
reside precisamente en que esta forma particular de organización se ha
sobrepuesto a las demás y se ha erigido como estándar de validez universal,
como una totalidad. Pero al final, por la forma en que se ha instituido como
universal, resulta claro que la realidad que se deriva de esa forma de
organización es contingente y, en consecuencia, siempre sujeta a ser contestada
y transformada.
El ejemplo
anterior intenta representar a partir de un escenario reducido y cotidiano la
forma en que opera la hegemonía. Para generar la ejemplificación evidentemente
se pierde cierto rigor conceptual que en cambio podría conseguirse en un plano
de abstracción mucho mayor. Si bien es cierto que la organización del aula
escolar que he descrito se entiende comúnmente como la válida y más universal,
no resulta tan difícil darse cuenta que otros tipos de organizaciones son
posibles y que, por tanto, la misma es contingente. Pero la cuestión cambia
cuando ya no estamos refiriéndonos al ámbito reducido de un aula escolar, sino
a la forma misma en que se organiza la sociedad y bajo los fundamentos que lo
hace, al sentido predominante que se le da a la democracia, a los derechos, a
las formas de producción, al trabajo, a la individualidad, etc. Es decir, se
hace más difícil comprender que las nociones predominantes sobre todos estos
aspectos son en verdad percepciones, valores e intereses particulares de un
determinado sector social que se han hecho universales.
Una pregunta
consecuente a lo que he intentado de explicar brevemente sería la siguiente:
¿Cómo entonces esos determinados sectores pueden hacerse hegemónicos, es decir,
hacer ver sus intereses particulares cómo universales? Aquí entran en escena
dos precondiciones que Laclau atribuye al populismo y que solo pueden lograrse
a través de los procesos de simplificación y vacío a los que habíamos hecho
referencia: 1) La formación de una frontera interna antagónica que separa el
pueblo del poder; y 2) La articulación equivalencial de demandas que hacen
posible el surgimiento del pueblo.
Si afirmamos
que la operación hegemónica se produce mediante la representación de intereses
particulares de unos sectores como si fueran universales, evidentemente podemos
entender que dichos sectores deben ser concebidos como la totalidad –aunque
cuantitativa y empíricamente no lo sean-. Esta totalidad se constituiría por
los propios intereses de los sectores y por otros que puedan articular dentro
de sí. Un punto de identificación de estos intereses sería la contradicción con
otros intereses que son antagónicos y que por tanto no pueden ser articulados
en la operación. Entonces, si en un determinado momento se contraponen dos
sectores cuyos intereses son irreconciliables, y uno de ellos como parte que
pretende la hegemonía se afirma a sí mismo como representante la totalidad,
necesariamente tiene que producirse la exclusión del otro. Es aquí donde se
forma una frontera interna que separa a quienes se han constituido en
“pueblo” de quienes se contraponen a ese “pueblo”.
Este es uno
de los aspectos del populismo más criticados: la supuesta inoculación del odio
social, la ‘’división’’ de la sociedad y la creación un “pueblo” y un
“antipueblo”. Lamentablemente para estos críticos la realidad histórica
demuestra que esto es una condición fundamental de la lucha política.
Pongamos el
ejemplo de la Revolución Francesa. A la clase burguesa le habría sido imposible
producir dicha revolución si no se consideraba como sector representante de una
totalidad que articulaba intereses de otros sectores con un punto de
identificación en el rechazo al absolutismo. De forma más simple: la revolución
no habría sido posible si la burguesía, como clase que pretendía alcanzar
hegemonía, no se hubiera identificado a sí misma como el “pueblo francés”.
¿Quiere decir esto que el Rey y los miembros de la aristocracia no fueran
franceses? Claro que no. Lo que quiere decir es que no formaban parte del
“pueblo”, entendiendo a éste no como un ente predeterminado –conjunto de todos
los franceses-, sino como instituido a partir de la propia lucha política
–quienes asumen la representación de la totalidad y luchan contra quienes
afectan los intereses de esa totalidad-. La exclusión de una entidad y la
constitución de una frontera antagónica respecto de la misma son condiciones
absolutamente necesarias para comprender el terreno de lo político. ¿O es que
estos críticos, para citar otro ejemplo, consideran que el “We the people” de
la Constitución estadounidense no se trataba en verdad de la clase propietaria
de dicho país identificándose a sí misma como el “pueblo” que se impuso al
colonialismo británico?
Si bien
queda entendida la necesidad de la constitución de esta frontera antagónica,
aún quedaría explicar la forma en que se genera la identidad de los distintos
intereses que participan con el sector que pretende hegemonía. Es decir, cómo a
partir de la articulación de estos intereses se construye “el pueblo”, o de
manera ejemplificativa: cómo la clase burguesa de la revolución francesa pudo
articular en sí los intereses de la clase campesina y trabajadora para
constituirse en “el pueblo francés” y enfrentar al absolutismo. Aquí entra en
escena lo que Laclau denomina “significantes vacíos” y la unidad mínima de su
análisis que se corresponde a la categoría de “demanda social”.
Las personas
que conviven en una determinada sociedad presentan constantemente
insatisfacciones particulares. Estas insatisfacciones producen la necesidad de
pedir la solución de las mismas, o más drásticamente, reclamar esa solución,
demandarla. Las mismas pueden ser solucionadas y allí terminaría el problema,
pero también pueden quedar irresueltas. En caso de suceder lo segundo esas
personas empiezan a notar que otras tienen igualmente insatisfacciones que se
han traducido en demandas que no encuentran solución. Según Laclau, si la
situación permanece igual por un determinado período de tiempo, “habrá una
acumulación de demandas insatisfechas y una creciente incapacidad del sistema
institucional para absórbelas de un modo diferencial (cada una de manera
separada a las otras) y esto establece entre ellas una relación equivalencial.”
A las
demandas que, satisfechas o no, permanecen aisladas, Laclau las llama “demandas
democráticas”. En cambio, a la pluralidad de demandas que, a través de su
articulación equivalencial, ‘’constituyen una subjetividad social más
amplia’’, Laclau las llama demandas populares. Entonces lo que
sigue es agregar otra precondición del populismo: No basta con la constitución
de la frontera antagónica ni con articulación equivalencial de las demandas
insatisfechas –intereses-. Hace falta la unificación de estas demandas en un
sistema estable de significación que permita generar la identidad colectiva.
Como
expresara anteriormente citando a Laclau, mientras más se incrementan las
demandas insatisfechas en una sociedad durante un considerable período de
tiempo, menor será la capacidad del sistema institucional de resolverlas una
por una, y mayor la probabilidad de que éstas encuentren un denominador común a
partir del cual se conteste el sistema por completo. Al contrario, si
dichas demandas pueden ser atendidas de manera diferencial –una a una- por el
sistema institucional, la probabilidad de que las mismas encuentren puntos de
identificación para contestar ese sistema será reducida. A lo primero Laclau lo
denomina “lógica de la equivalencia”, a lo segundo “lógica de la diferencia”.
Mientras el
Estado pueda solucionar de manera diferencial las distintas demandas, el riesgo
de entrar en una crisis de legitimidad será menor. Esto es parte inherente a la
noción de hegemonía, la cual para ser efectiva no solo requiere de hacer
prevalecer intereses particulares como universales, sino también de rearticular
las demandas e introducirlas en el propio discurso hegemónico. El
reconocimiento sin rupturas radicales previas de ciertos derechos de los
trabajadores puede responder a esta lógica. Otro ejemplo un poco más reciente
es el de la demanda por la asignación presupuestaria del 4% del PIB a la
Educación. Dicha demanda tenía todas las condiciones para constituirse en un
significante vacío –como veremos más adelante- y representar una cadena
equivalencial de demandas insatisfechas más allá del tema educativo. Sin
embargo, fue absorbida de manera diferencial por el sistema institucional y
ahora pasó a formar parte del propio discurso gubernamental.
Si en cambio
las demandas no pueden ser solucionadas de manera diferencial y se incrementan
sin encontrar satisfacción, podrán formar parte de una cadena de demandas que
tienen en común la insatisfacción con el sistema institucional. Pero para
consolidar esta cadena equivalencial se hace necesario la construcción de una
identidad común que permita representar la totalidad. A fin de lograr lo
anterior las distintas demandas deben claudicar parcialmente a sus
particularidades, “destacando lo que todas las particularidades
tienen, equivalentemente, en común.” Para Laclau esto solo
puede lograrse mediante la representación de la universalidad de la cadena
equivalencial a expensas del reclamo particular de cada una de las demandas. A
su vez, esta representación solo puede lograrse a través de un “significante
vacío”, que como su nombre indica es un significante sin contenido
concreto. Laclau, comentando a uno de los muchos autores que cita en el
libro, afirma lo siguiente: “Si el instinto nivelador puede aplicarse a
los contenidos sociales más diferentes, no puede, él mismo, poseer un contenido
propio. Esto significa que esas imágenes, palabras, etcétera, mediante las
cuales se lo reconoce, que otorgan a sucesivos contenidos concretos un sentido
de continuidad temporal, funcionan exactamente como lo que antes hemos denominado
significantes vacíos.”
De lo que he
explicado brevemente en el párrafo anterior se extrae una conclusión que nos
redirige a una de las principales críticas al populismo: Una pluralidad de
demandas unificadas en una cadena de equivalencias sólo puede consolidarse
mediante “la construcción
de una identidad popular que es cualitativamente algo más simple que la suma de
los lazos equivalenciales.” Esa simpleza de la identidad
popular viene dada por hecho de que para alcanzar la misma –persistiendo en la
dinámica de la hegemonía- es necesario que una demanda particular pase a
constituirse en una significación universal de la cadena total de demandas.
Para lograr esto debe entrar en escena un giro retórico que, muy lejos de ser
simple demagogia, forma parte del populismo como dinámica a través de la cual “lo
político” se manifiesta en una sociedad.
Lo retórico
se manifiesta en el hecho de que la constitución de la demanda particular en la
significación universal no es consecuencia de una abstracción. Esto quiere
decir que la operación no se concretiza a través de la inclusión de los
distintos contenidos concretos de las otras demandas particulares en la demanda
que adquiere significación universal, entendiendo a ésta última como
abstracción de las primeras y, por tanto, afirmando la posibilidad de su
aprehensión conceptual. Al contrario, esta significación universal es
consecuencia de un vacuidad que ejerce una función de representación, de la
pulsión hacia un objeto que se hace totalidad. Según Laclau, “es por esto
que una cadena equivalencial debe ser expresada mediante la catexia[5] de un elemento singular: porque no
estamos tratando con una operación conceptual de encontrar un rasgo común
abstracto subyacente en todos los agravios sociales, sino con una operación
perfomativa que constituye la cadena como tal.”
Si contrario
a lo que en mi opinión sucedió con la lucha del 4% para la Educación, dicha
demanda hubiera cedido parcialmente su particularidad para intentar erigirse en
un significante vacío que representara una cadena equivalencial de demandas
insatisfechas diversas, el resultado habría sido distinto. De lo que hablamos
aquí es que el particular “4% para la Educación” fungiera como significación
universal de una gran cantidad de demandas que no están ni siquiera vinculadas
con el ámbito educativo y que involucran a otros sectores no insertos en la
lucha concreta por el 4%. De haberse concretizado esta operación la expresión
“4% para la Educación” habría sufrido un desplazamiento retórico, de su sentido
literal se habría pasado a uno figurativo. Desde el punto de vista de la retórica
clásica a la que Laclau hace referencia, se habría producido una catacresis[6].
Ya “4% para la Educación” no significaría la asignación presupuestaria de dicho
porcentaje del PIB al gasto funcional en materia educativa, sino una expresión
figurativa para representar un conjunto de demandas que forman una cadena
equivalencial. Asimismo, se habría producido lo que, siguiendo la retórica
clásica traída a colación por Laclau, se denomina sinécdoque[7]:
una parte (4% para la educación) habría representado al todo.
Para colocar otro ejemplo retrotraigámonos históricamente al año
1965 y analicemos la revolución de abril a través de las categorías que
permiten comprender el populismo. Es innegable que al producirse dicho momento
histórico existían varias demandas insatisfechas por el sistema institucional
que se había constituido a partir del golpe de Estado al gobierno de Bosch.
Dentro de dichas demandas cobraba especial relevancia la de retomar la
Constitución de 1963 que había sido abolida por el golpe de Estado. Dicha
demanda pasó entonces de ser una pretensión particular concreta a constituirse
en un significante universal de otras demandas particulares que formaban parte
de una cadena equivalencial. La consigna o, para aplicar las categorías
laclaunianas, el significante vacío a través del cual esto se produjo, todos lo
conocemos: “La vuelta a la constitucionalidad.”
Posiblemente
muchas de las personas que participaron activamente en la revolución de abril
de 1965 ni siquiera sabían que decía la Constitución de 1963 por cuya
restauración luchaban. Sin embargo, eran sujetos de demandas concretas que
encontraban un punto de identificación en este significante, al punto tal de
que quienes participaron en este bando de la contienda fueron denominados
“constitucionalistas”, un adjetivo que no tiene ningún sentido al margen del significante
vacío que se generó en ese momento histórico. Estos “constitucionalistas”
pasaron a asumirse a sí mismos y a sus partidarios como el “pueblo dominicano”,
es decir, como particulares que asumen la representación de la totalidad. En
consecuencia, habría de producirse la exclusión necesaria para que se produjera
una frontera política antagónica: si los “constitucionalistas” y sus
partidarios se asumían como la totalidad del “pueblo dominicano”, los militares
que lucharon en su contra y, posteriormente, los marines estadounidenses, no
podían ser considerados como “pueblo”. Se trata de la consecución de las
condiciones necesarias para que un sector pretenda hegemonía y la muestra más
fehaciente de ello es que lo que siguió a dicho momento histórico fue lo que
Gramsci denomina dominación: el mantenimiento de un orden constituido por unas
determinadas relaciones de poder en base al uso sistemático de la fuerza, como
consecuencia de la imposibilidad de generar consenso.
En el
ejemplo anterior se conjugan las dimensiones estructurales necesarias para
desarrollar el concepto de “´populismo”: 1) La unificación de demandas en una
cadena de equivalencia; 2) La constitución de una frontera interna que divide a
la sociedad en dos campos (Constitucionalistas Vs. Golpistas y Yankees);
3) La consolidación de la cadena equivalencial mediante la construcción de una
identidad popular que es cualitativamente más simple que la suma de los lazos
equivalenciales (La vuelta a la constitucionalidad).
A tanto
tiempo transcurrido de la revolución de abril nadie osaría en calificar como
“´populistas”, en el sentido peyorativamente atribuido al término, a los
militares y civiles que lucharon por la vuelta a la constitucionalidad de 1963,
no obstante dicho momento histórico fue un momento eminentemente populista, en
el sentido que Laclau atribuye al término: un momento en que a partir de lucha
se construyó “el pueblo”. Negar y denigrar esta dinámica –la populista- como
factor constatable históricamente en la conformación de un determinado orden
social, no es más que obviar la propia realidad. O tal vez más bien garantizar
la inexistencia de necesarios momentos de ruptura con los sistemas
institucionales, preservando así el status quo.
En una
segunda parte desarrollaré algunos conceptos tratados en el libro y que
complementan la teoría de Laclau, entre ellos los “significantes flotantes”, la
“heterogeneidad social” y la “representación.”
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